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Valor sanante de la esperanza

Autor: José Carlos Bermejo

Año publicación: 2020

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El Papa Benedicto XVI sugiere allí la intercambiabilidad entre fe y esperanza según la interpretación bíblica. En efecto, «esperanza» es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras «fe» y «esperanza» parecen intercambiables.

Cuando hablamos del valor sanante de la esperanza, o de la esperanza como fuente de salud, nos situamos en una perspectiva holística, integral, de modo que el concepto de salud es considerado en estrecha relación con el de vida, libertad-liberación, paz, equilibrio, armonía, salvación, sanación, etc.

Valor terapéutico

La afirmación del valor terapéutico de la esperanza no es equiparable a otra que refiera el valor terapéutico, que pudiera atribuirse a una buena máquina o a una buena medicina que “devuelva la salud” a ciertos enfermos. Sin caer en la ridícula consideración de todos los hombres como enfermos, podemos decir, no obstante, que tal afirmación afecta en realidad a toda la persona porque se trata de una realidad antropológica.

Hablamos de esperanza. Pero ¿podemos hablar de lo que todavía no es? Sí, podemos, porque en el hombre y en el mundo no existe solamente el ser, sino también el poder ser, posibilidades de apertura hacia un más. Por eso, las afirmaciones de futuro que hacemos no pretenden sino explicitar, desentrañar y patentizar lo que está implícito, latente y dentro de las posibilidades del hombre.

El que espera vive en un mundo más sano, porque centra su vida en el amor, igualmente no hay amor si no hay esperanza. Es la esperanza un ingrediente del amor. Así nos lo hace ver San Pablo cuando, en la hermosa descripción del himno sobre el amor dice: “El amor todo lo espera” (1 Cor 13,7).

Laín nos dirá que nada más lejos de la mente de Santo Tomás que la tendencia a concebir la esperanza como una aspiración quieta y contemplativa, platónica, como suele decirse. Para él esperar es moverse con ardor y denuedo del cuerpo y el alma hacia la conquista de un bien alto y difícil. La pasión de la esperanza, en suma, hace del homo Viator un homo pugnator, un resuelto combatiente hacia su propia grandeza. Una pasión con colores cambiantes para el tiempo de hoy, en el que el ser humano se resiste ser molestado por temas que salgan del mero racionalismo superficial.

La esperanza sana, por tanto, porque pone a trabajar por lo que se desea. Hace activas a las personas, buscadoras de lo que se anhela y comprometidas con su alcance. O, si no se viera realizado, hace a las personas mantener un foco central de confianza, un referente, un dinamismo de resignificación de ese futuro que, en el deseo, es realidad.

La esperanza es el presente del futuro. Y sana y predispone saludablemente porque refuerza biológicamente, psicológicamente, relacionalmente, espiritualmente. La esperanza refuerza el sistema inmunitario, hace más eficaces los productos que ingerimos para mejorar, da solidez a las relaciones de ayuda, habita a la persona con buenos pensamientos positivos, invade el corazón de claves de fuerza, resistencia y empuje.

El arte de esperar

Hay, como dice Laín, un arte de esperar. Este consistiría en el arte de conseguir que la vida sea una segura sucesión de presentes gustosos. Es una de las primeras condiciones de la felicidad humana y requiere un refinado cultivo de las capacidades y dotes naturales.

El esperanzado, según arte, sin dejar de cumplir la inevitable exigencia de existir proyectado hacia el futuro, logra vivir con la máxima intensidad y la más alta fruición posible el instante que pasa.

En este sentido, el dinamismo de la esperanza tiene características precisas, tales como la cautividad, la comunidad, la paciencia, la disponibilidad. Y la esperanza será esa que nunca se verá satisfecha. Por eso quizás dirá Unamuno: ¿No será la absoluta y perfecta felicidad eterna una eterna esperanza que de realizarse moriría? ¿Se puede ser feliz sin esperanza? Esperanza, esperanza siempre.

Para el cristiano, la Palabra de Dios dice que la esperanza no defrauda. Está relacionada con la fe en Jesús de Nazaret. Afirma que es dada por Dios al hombre y está relacionada directamente con el amor de Dios. La esperanza no es solo una teoría, sino que afecta hondamente nuestro ser, pues está en nuestro corazón junto al amor. Además, permite a la persona aguantar en los momentos difíciles, por saberse protegido por Dios: “El no olvida jamás al pobre, ni la esperanza del humilde perecerá” (Sal 9)”.

El contagio de la esperanza

Aunque, a veces, el que espera desespera, el arte de esperar integra el desánimo y lleva al ser humano a reponerse, no a ir a la deriva. El arte de esperar se entrena a lo largo de la vida y tiene una dimensión de propagación en el entorno.

Los profetas de malagüero siembran alrededor desánimo también infundado. Son capaces de mirar con lupa los indicadores de la trayectoria negativa de los hechos. Predicen lo peor y lo justifican por las experiencias negativas que, siendo reales, no son las únicas de la propia vida, ni las exclusivas de la humanidad.

Los que viven sanamente la esperanza y experimentan la salud que genera, son aquellos que ponen la realidad en un contexto más amplio y son capaces de reforzar la confianza en un sentido global, salpicando alrededor la esencia de los buenos deseos, de las buenas intenciones, de los elementos favorables, de lo positivo que vence, antes o después, en la historia. Y las experiencias negativas, por duras que sean, no reciben la autoridad de colorear el total de la perspectiva. El esperanzado se niega a esto.

Contagiar esperanza tiene de atribuir un sentido, de empeñarse con el corazón en que, en el fondo, todo tenga un sentido, aunque el deseo inmediato se vaya viendo frustrado. Un sentido que no se encuentra con facilidad en plena adversidad, porque se hace duro el tránsito por la crisis, por el desierto, por el sufrimiento, por la frustración.

No se contagia esperanza con un lenguaje exhortatorio que invita a la ingenuidad y el mero optimismo superficial, sino con hechos y con el ejemplo. No quiere esto decir que el testigo de la esperanza no tenga sus crisis, sus momentos de oscuridad y de viernes santo, sino que no termina muriendo en la nada la búsqueda de la luz, aunque esta no ilumine todavía.

Son pocos los pacientes que no esperan curar cuando afrontan una operación. La compleja industria hospitalaria existe para curar, para llevar a las personas a la vida normal. Cualquiera que haya visitado un hospital y hablado con los pacientes sabe que “mañana” significa un día más cerca de la propia casa, de los amigos, del trabajo, de la existencia cotidiana. Y si no, son lugares de un día más cerca del familiar, de la ausencia de dolor, de un mejor descanso… o incluso, más cerca de Dios.

El esfuerzo por infundir esperanza es el factor humano-terapéutico más importante. Encarnado en el agente de salud el dinamismo de la esperanza, impregna las relaciones profesionales y pretendidamente terapéuticas, y cualifica a este como persona de esperanza, es decir, agente de salud. Porque la esperanza sana.

 

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