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Un sentimiento tabú: la vergüenza

Autor: José Carlos Bermejo

Año publicación: 2018

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Verbalizar sentimientos, validarlos, no juzgarlos, favorecer su expresión, integrarlos… son claves que solemos tener presente en diferentes formas de relación de ayuda. Hablamos y evocamos con facilidad la tristeza, la rabia, el miedo... Ayudamos a trabajar la culpa… Pero quizás tengamos más descuidada la vergüenza. Compartimos el placer, expresamos la rabia, ocultamos la vergüenza. Quiere ser muda. Las palabras de la vergüenza son difíciles de decir porque tememos la reacción del otro.

Estudiando el tema de la culpa, me he encontrado con la vergüenza. Tienen relación, aun siendo distintas, y ha sido recientemente estudiada por el autor de Los patitos feos, sobre la resiliencia, Boris Cyrulnik, en su reciente obra Morirse de vergüenza. El miedo a la mirada del otro.

Culpa y vergüenza

Culpa y vergüenza tienen parecidos, pero son sentimientos distintos. El tema de la vergüenza ha suscitado menos reflexión por parte de los terapeutas en general que la cuestión de la culpabilidad. Ambas son emociones que evocan la dimensión relacional porque ambas nos indican que hay algo que está mal entre nosotros y el resto del mundo. Aunque la vergüenza es algo que le sucede preferentemente a uno con uno mismo.

Culpa y vergüenza nos reclaman hacer una revisión interna y promover quizás cambios en nuestras vidas. Se parecen también en que las dos son útiles cuando se experimentan en forma moderada, como todos los sentimientos, pero pueden resultar dañinas cuando son demasiado intensas.

La vergüenza no va asociada forzosamente a la culpabilidad. La primera, colmada de amargura, llena el mundo de la depreciación, mientras que la segunda, el mundo de la culpa, está colmada de sufrimientos. Estos mundos diversos organizan estilos relacionales distintos. El haber hecho daño (culpa) genera estrategias de redención, de expiación o de autopunición; mientras que haberse rebajado (vergüenza) genera relaciones de evitación, de ocultamiento y de rabia desesperada. Se trate de vergüenza o de culpabilidad, nuestra disposición a la moral nos somete a un tribunal imaginario.

En el interior de un avergonzado habita un detractor obsesivo que murmura: “eres despreciable”. En cambio, en el mundo interior de un culpable hay un tribunal que grita constantemente: “eres culpable”. El avergonzado se esconde para sufrir menos. El culpable se castiga para expiar el mal generado. El avergonzado se cubre el rostro con las manos. El culpable se da golpes en el pecho.

Compartir la vergüenza

Confesar la causa de la vergüenza es difícil, porque es confiarse al otro, entregarse a su poder de juzgarnos. No es raro que un avergonzado que se confía provoque una reacción crítica por parte de los demás. Compartir este sentimiento con las personas con las que tenemos vínculo significativo puede ser agradable o angustioso.

La emoción compartida puede aliviar al herido, pero puede también provocar incomodidad porque arrastra al propio sufrimiento a las personas con las que se comparte. Cuando no se comparte, el silencio es protector en un contexto vivido como potencial agresor.

A la vergüenza uno se puede ir adaptando mediante estrategias de evitación y se puede ir apaciguando. Quizás es menos viva con los años, pero también se puede convertir en su contrario y adoptar aire de superioridad. En ocasiones, la vergüenza es como simpática, porque experimentarla nos ayuda a tomar conciencia de que no somos dominadores. La vergüenza que atribuye al otro el poder de una mirada severa, puede convertirse en una especie de masoquismo moral.

La vergüenza, ese sentimiento tóxico cuando es intenso, no es irremediable. Se puede pasar al orgullo cuando nuestra historia evoluciona o nos colocamos de una manera nueva en nuestro contexto.

Afrontar la vergüenza

La no inclusión de la vergüenza en el mundo del acompañamiento, como sentimiento primario, puede llevar o haber llevado a innumerables fracasos psicoterapéuticos en el acompañamiento de la culpa.

Sentir vergüenza de aspectos tan primarios como la propia existencia y sus limitaciones es algo devastador y sería de esperar que fuera tenido bien en cuenta en las relaciones de ayuda por tratarse de una emoción tan incómoda y movilizadora.

Muchas personas viven con mucho sufrimiento por experimentar vergüenza. Haber sufrido un trauma, una violación o abuso, una humillación, no sentirse capaz de hablar en público, pueden bloquear mucho a las personas. Nos solemos defender con estrategias de evitación y avergonzándonos de experimentar vergüenza.

Aunque parezca que la vergüenza no sirve para nada, en realidad, los sin-vergüenza nos presentan una forma de deshumanización. En efecto, hay personas que no manifiestan ninguna reacción ante la mirada del otro, ni la temen. No viven ninguna preocupación más allá de sí mismos, lo cual da paso a formas de perversión y desequilibrio, pudiendo generar un modo de vida sin moral. A veces, naturalmente, la ausencia de este sentimiento, puede ser debida a alguna forma de deterioro neurológico. Por eso, la vergüenza, como eco de una conciencia (puede que mal utilizada o traumatizada), en su dosis adecuada, cumple una sana función.

No faltan personas que sufren como consecuencia de dificultades a elaborar sanamente la dosis de pudor normal relacionado con la enfermedad y con los cuidados, particularmente en situaciones de exposición de la propia intimidad a la mirada del otro. Afrontar la vergüenza no es matar el pudor y el sano respeto por uno mismo y la propia identidad. Hay un tiempo para todo, también para el respeto a la propia intimidad y para exigir ser respetado.

El secreto está en no huir permanentemente de uno mismo y de los propios sentimientos, ni quedarse anclado en el juez devastador que nos impide ver la parte positiva de nosotros mismos, así como no matar la dosis de humor que podemos arbitrar en relación a lo que nos produce vergüenza.

El exceso de vergüenza y de autocrítica suelen tener sus raíces, como muchos otros problemas psicológicos, en abusos en la infancia, acoso en el colegio, relaciones familiares en las que se han expresado muy fuertemente el rechazo y la crítica. Cuando hemos pasado por esas experiencias, podemos haber generado una alta sensibilidad a las amenazas de rechazo o críticas. Pero no hace falta pasar por experiencias tan traumáticas; en ocasiones basta con que los padres sean un poco exigentes con su hijo.

Un desafío en contexto educativo, pero también en el contexto de las relaciones de ayuda y en las profesiones de cuidado, para humanizar el manejo de los sentimientos.

José Carlos Bermejo

 

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