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Lágrimas y Navidad compatibles

ESA LÁGRIMA FURTIVA DE NAVIDAD

"En Navidad siento algo especial, no sé cómo definirlo, tiene algo que...", "Es un tiempo para estar en familia, pero siempre falta alguien...", "Odio la Navidad por los recuerdos que me trae", "En el hospital es la peor época del año porque los pacientes se lo pasan muy mal". Estas y otras han sido respuestas recogidas entre algunos amigos a los que he preguntado cómo viven la Navidad.

Es cierto que la Navidad es un tiempo especial. Tan especial que engalanamos casas y calles con colores y luz. Parece que todos hacen el esfuerzo de ser más cariñosos, de dedicar un poco de tiempo a los gestos de amistad, a compartir con los seres queridos símbolos de afecto o momentos de celebración como una cena o una comida familiar.

La otra cara de la fiesta

Sin embargo, es un tiempo en que, además de todo lo que se ve, hay también una cara oculta o escondida que -con frecuencia- pertenece a la privacidad de la experiencia de muchos, algunos de los cuales confiesan no desear ni vivir alegremente este período del año y otros que no confesándolo, conviven con un sentimiento marcadamente nostálgico.

Más allá de lo que hayamos hecho de la Navidad, que en realidad es la celebración del misterio de la Encarnación, del misterio de un Dios -el de los cristianos- que se hace pequeño y se manifiesta en un Niño -¡absurdo a los ojos humanos sin fe!-, el modo como lo celebramos se ha acercado a ser una especie de "fiesta de la familia", distinta en nuestra fría Europa de diciembre, de la que pudieran ser las vacaciones veraniegas u otros momentos de encuentro. Quien más, quien menos, intenta encontrarse con los suyos y compartir con ellos tiempo, regalos, la mesa, celebraciones litúrgicas...

He tenido la oportunidad de vivir varios años la Nochebuena, antes de compartirla con mi comunidad o con mi familia, con los ancianos de una residencia. Me he dado cuenta de que la Navidad tiene otra cara, además de la luz y el color. Es una cara oscura que difícilmente se presenta porque un cierto pudor a pronunciar nombres concretos de personas que no están lleva a que por la mejilla corra con mucha frecuencia una lágrima furtiva que parece no querer ser sorprendida por nadie "porque hay que estar alegres, que es Navidad".

Pero me he dado cuenta de que en realidad, esa lágrima furtiva está presente también en otros momentos de celebración y de fiesta. Pocos días antes de escribir estas líneas he vivido la celebración de las fiestas patronales de mi pueblo. En varias celebraciones litúrgicas me he encontrado con muchas lágrimas que pretendían esconderse de cualquier mirada indiscreta, y en las mesas he descubierto también cómo se recogían con disimulo. ¿Será que esa lágrima es un ingrediente de toda celebración?

Celebrar y recordar

Parece obvio que cuando algo se quiere celebrar, se quiere compartir con las personas a las que se quiere. Por eso, y porque no conseguimos tener con nosotros a todas las personas a las que queremos o hemos querido, se desata la capacidad de recordar a los que ya no están y las experiencias vividas con ellos. Nuestra lágrima furtiva lo que hace es traerlas a la fiesta, darlas un espacio en nuestro corazón.

Quien no consigue hacer la paz con el hecho de que no hay celebración sin recuerdos de ausencias, sin lágrimas furtivas, odia la Navidad. Quien no se reconoce el derecho a gozar de las presencias reales y poder compartir con ellas el significado de otras presencias pasadas y que ahora están vivas en el recuerdo, sin que ello tenga que ser tachado de mal gusto o de inoportuno, no vive en su pleno significado la celebración.

Recuerdo la tradición que desde niño he vivido en mi familia. Se suele bendecir la mesa antes de comer -¡sana costumbre!-, pero no antes de cenar, donde es difícil que la familia esté reunida con la formalidad que al medio día. Pues bien, dos noches en el año se bendecía también la cena: Nochebuena y Nochevieja, pero esta vez, en lugar de hacerlo el más joven de la familia -siguiendo la tradición- lo hacía el más viejo. Y recuerdo cómo mi abuelo y después mi padre no evitaban las lágrimas que se les caían en el momento de invitarnos a todos a decir una oración por los difuntos. ¿Tenían tal mal gusto como para empezar a cenar, en un momento tan entrañable y de fiesta recordando a los difuntos precisamente? Creo que no. Más bien me parece que era la paz con la fiesta en su auténtico significado: compartir, comer el pan juntos, pero sin máscaras, aceptando lo que hay dentro de cada uno de nosotros, donde los recuerdos a veces tienen un sabor más fuerte que la misma presencia.

Henri Nowen ha escrito: "La celebración es posible sólo donde amor y temor, alegría y dolor, sonrisas y lágrimas puedan coexistir. Celebración es aceptación de la vida en la conciencia cada vez más clara de su preciosidad, y la vida es preciosa, valiosa, no sólo porque se puede ver, tocar y gustar, sino también porque un día ya no la tendremos". Y olvidar esta parte oscura, la otra cara de esta moneda, es matar la celebración. No hay celebración donde todo sea color de rosa, sino donde la armonía de los colores, como en un arco iris, permite que uno se distinga del otro entremezclándose ligeramente y dándose espacio el uno al otro.

Dar espacio. Dar la oportunidad para sacar a la luz los recuerdos, compartir sobre ellos quizás sea la clave para que quien dice odiar la Navidad pueda saborearla y quien esconde la lágrima pueda compartirla y darle el justo significado: las presencias del corazón, que pueden ser también compartidas con los que nos rodean sin aguar la fiesta.

Además, si en Navidad lo que celebramos de manera entrañable y en familia -si nos resulta posible- es el nacimiento de aquel Niño que creemos era la misma encarnación de Dios, no olvidemos que también este acontecimiento está cargado de notas no precisamente de color de rosa: nacido fuera de la ciudad, de dudosa paternidad...

Por eso, un brindis por los que no están, una oración por ellos, un momento de conversación sobre ellos, un espacio para aquellos momentos tan críticos y especiales que recordamos, harán de nuestros momentos de fiesta, auténticos encuentros compartidos y no apagados por los ruidos externos o deslumbrados por las luces y colores que también nos ayudan a celebrar.

Y un rato de conversación con quien está en el hospital, en la residencia de ancianos, en la soledad... un rato de conversación donde puedan compartirse también las lágrimas, harán que el champán sepa a champán y que la alegría lo sea también del corazón, porque no hay alegría en el presente si no es integrando sanamente el pasado, y la no integración del pasado sabe a amargura y se llama melancolía y más que dar espacio a la alegría, entristece, más que a la fiesta deja espacio sólo al disfraz. Y creo que la Navidad no es precisamente la celebración del carnaval.

 

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