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Infundir esperanza en la debilidad

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2004

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Creo que tuve que resultar pesado, porque durante quince días de estancia en Colombia, no paraba de hacer la pregunta: “…y ¿cuál es vuestra esperanza?” Fue una de las veces que más me impresionó el sufrimiento de un país precioso y que me conquistaba el corazón a pedazos según iba encontrándome con las personas. Quiero recordar que todas las respuestas eran iguales: “nuestra esperanza es hoy”.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, pude ir constatando que, en medio del sufrimiento, producido por cualquier causa, la esperanza es un dinamismo vital que se encarna en el presente, no en el futuro.

La esperanza en la debilidad          

Pero la esperanza tiene mil nombres, sobre todo en medio del sufrimiento.

La esperanza se llama ilusión por un mañana con menos dolor, por una vida sin ese límite que genera una discapacidad, por una enfermedad superada, por un desencuentro aclarado, por conseguir la paz. La base antropológica de la esperanza es el deseo, el anhelo de que lo que produce displacer desparezca, de que lo que se sueña como bien, se realice.

Como si de una lanzadera se tratara, la esperanza nos empuja también  más allá del tiempo, donde se abre a un bien supremo logrado únicamente en la eternidad, donde confiamos que no habrá llanto ni dolor, sino luz y paz, el gozo de una felicidad completa anhelada durante toda la vida. Y, si el contenido de esta esperanza fuera una vana ilusión, sin duda habría valido la pena esperar por cuanto de confianza tiene en el triunfo definitivo del amor experimentado en el más acá y por cuanto de bien genera el mismo hecho de esperar.

En la enfermedad, la actitud positiva, esperanzadora, confiada, deseosa del bien, contribuye a que el bien pueda realizarse con más facilidad. Nuestro cuerpo responde también a la disposición interior del deseo. Quizás también por eso, para Freud el deseo es expresión de la esencia del hombre, un motor realmente poderoso.

Cuando la muerte es el mayor de todos los peligros, se tienen esperanzas de vida, pero cuando se llega a conocer un peligro todavía más espantoso que la muerte, entonces uno puede tener esperanzas de morirse, porque vivir sería vivir desesperado. Y cuando el peligro es tan grande que la muerte misma se convierte en esperanza, entonces el reclamo a la solidaridad en el alivio del peligro se hace vital. Con frecuencia, este alivio no es otro que el soporte emocional, pues se hace la paz más fácilmente con los límites que marca la naturaleza que con los que nuestra negligencia o distancia emocional impone.

Pero la esperanza tiene también una dimensión social. Ernst Bloch, en su obra principal (El principio esperanza), a mediados del siglo XX hace de la esperanza la categoría fundamental del hombre, relacionándola con la utopía marxista, como la utopía que mejor permite la realización de lo que “todavía no es”. Las diferencias atribuibles a la injusticia son soñadas superadas mediante una comunión que no se consigue alcanzar, pero que forma parte de un ideal tensional, de un sueño que se espera ver realizado.

Cómo infundir esperanza

Siempre me ha llamado la atención el símbolo universal de la esperanza: el ancla. Si comparásemos la estación del sufrimiento (de la enfermedad, de las dificultades de la vida) con una tempestad en el mar, entonces se puede comprender el valor del ancla, símbolo de la esperanza. En medio de la zozobra, de los problemas, de la inseguridad, con el ancla uno se puede apoyar, tiene un recurso para aferrarse en algún lugar más seguro.

Infundir esperanza entonces, pasa por ofrecer a otra persona un lugar donde hincar el ancla de su barca, un corazón en el que residir, un hombro en el que apoyarse. Por eso es tan importante la escucha. Porque cuando uno se siente escuchado, se apoya en aquél que le presta atención. Sentirse escuchado es afianzarse en que la soledad radical puede ser compartida, o al menos expresada y aliviada.

Infundir esperanza no es sólo invitar a desear la salud y la curación en la enfermedad. A veces pasa más bien por lo contrario, por aceptar que eso no es posible. Porque la esperanza, para ser tal, ha de estar arraigada en la realidad, también en la realidad del deseo, pero no de la vana ilusión. Entonces, esperar es un dinamismo que transforma el presente haciéndolo más activo y sabroso.

El que infunde esperanza comparte el deseo a la vez que reconoce la realidad. Vivir esperanzado es ya un indicador de salud, de humanización de la experiencia. El que espera alimenta la confianza y, en algún momento, se abandona en alguien. Este abandono o entrega, no es el resultado de la desesperanza, sino del grado máximo de confianza y de aceptación activa de la realidad que se impone. Infundir esperanza quizás sea también ofrecer los propios brazos para que el otro pueda entregarse y abandonarse confiadamente en ellos.

La acogida mutua, especialmente en la fragilidad, hace crecer la confianza, mata la soledad, promueve la responsabilidad compartida en la búsqueda del bien propio y ajeno. En el fondo, la experiencia del amor es la fuente de la esperanza y su realización.

Ser esperado

Si me observo a mí mismo, me doy cuenta de que cuando alguien me espera, incluso mi cuerpo funciona de otra manera. Una cierta tensión hace que se desencadene en mí energía para hacer lo posible por llegar puntual, un cierto malestar si no lo consigo y una grata experiencia de ser considerado. Experimento, por eso, que la esperanza tiene un influjo muy concreto en el presente.

El que espera a otra persona (en una cita, en una llegada, etc.), normalmente ha tenido que aguardar, predisponerse a la acogida, hacer espacio en el tiempo, en la mente y en el corazón al que había de llegar.

Me pregunto qué pasaría si al llegar al hospital, al quirófano o un servicio de salud o social cualquiera, las personas encargadas de atender dijeran al enfermo o al necesitado de ayuda: “te estábamos esperando”. ¡Sería explosivo! Una carga de confianza y de ilusión por el bien que se desea se desencadenaría en el encuentro.

Ser esperado es un reconstituyente saludable para todos, pero tanto más para quien se encuentra en la estación de la vulnerabilidad. Porque ser esperando infunde esperanza en la debilidad, genera seguridad, sugiere confianza y las energías del anhelo y del deseo bullen en las células como recursos para combatir las causas del mal. Por eso creo que ser esperado es terapéutico.

Quizás ser esperado nos cura no sólo de la inseguridad producida por la debilidad, sino también del engaño en el que vivimos cuando nos sentimos autosuficientes y omnipotentes. Ser esperados, en el fondo, nos cura de la soledad a la que nos condena nuestro pecado de orgullo.

Ser esperado, en el fondo, nos hace vivir. Ninguna persona puede vivir si nadie le espera, o quizás, es muy fácil morirse si nadie te espera. Y ser esperado cura. Porque, de alguna manera, podríamos decir que vivimos de la esperanza de ser esperados por alguien. La esperanza, en el fondo, es como la sangre; no se ve, pero si no está, si no circula, estás muerto.

 

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