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Educar para prevenir

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2000

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Escuchar la narración de cómo se ha sentido uno educado, especialmente en la infancia, permite constatar la estrecha relación entre educación y salud. Recuerdo la narración de la infancia de algunos enfermos pasada en medio de grandes carencias educativas; recuerdo dificultades relacionales, emocionales y afectivas presentes en la edad adulta y narradas también en relación inmediata con el modo como fueron educados en la infancia.

Sí, recuerdo a Juan, enfermo de sida, a quien su padre nunca le exigía nada ni se interesaba por él; recuerdo a Julia, prostituta, que vivió con su madre drogadicta; a Rosa, que padece depresión y que cuenta cómo su madre nunca le permitió tener límites o que se le notaran; a Ana, que padece anorexia y que nunca se sintió querida por su madre; a Pedro, que tiene úlcera péptica y cuyo padre era tan exigente que le infundió un miedo espantoso a cometer errores; recuerdo a un preso, que había matado al dueño de una tienda en un robo, cuyo padre nunca aparecía por casa y cuya madre se aislaba y no estaba nunca con los hijos pequeños y adolescentes…

No. No es que la enfermedad o la conducta de un individuo sea la consecuencia directa de la educación recibida. Creo en la libertad y no en el puro determinismo. Pero, sin duda, hay una estrecha relación entre educación y salud.

El conocido autor de Inteligencia emocional, Daniel Goleman, no duda en relacionar la educación, en particular el analfabetismo emocional, con la salud, al menos con la salud psíquica. Por eso, educar constituye un reto preventivo. Educar bien significa generar salud y prevenir enfermedades y conductas antisociales.

Educar a la escucha y al diálogo

Es frecuente oír a padres y educadores expresiones exhorativas relacionadas con el uso de la palabra. A los niños se les intenta enseñar lo que está bien decir y lo que no se debe decir. Pero muy raramente se les enseña a escuchar. Y quizá el defecto más grave de las relaciones interpersonales sea no saber escuchar, la falta más grave de nuestra formación educativa. Nos han enseñado quizá incluso a enseñar, pero no nos han enseñado a escuchar. Así nos vamos convenciendo de que lo que tenemos que decir es siempre más importante que lo que tenemos que escuchar.

Enseñar a escuchar es enseñar a dialogar. Escuchar significa asumir interés por el otro, ponerle en el centro del diálogo, liberarse de prejuicios, observar con todos los sentidos, acoger la diversidad, leer detrás de las palabras, permitir al otro autoafirmarse, omitir el juicio moralizante.

Se enseña a escuchar dando ejemplo de empatía, es decir, poniendo en acto la capacidad de entrar en el mundo del otro y manifestar la comprensión que seamos capaces de alcanzar. En el proceso de aprendizaje de toda conducta nueva, contar con un referente es inmensamente útil. Por eso, las personas que saben escuchar se convierten en una auténtica aula viviente que enseñan en su entorno.

Enseñar a escuchar es prevenir porque quien no escucha ni se siente escuchado, no sale de sí, no permite que otros entren en él, vive en soledad y ésta genera, antes o después, células malignas en la relación con el mundo, consigo mismo y con los demás. Escuchar, sin duda, es, además, terapia eficaz en toda dificultad, fármaco privilegiado y estimulante de los recursos internos e instrumento para ofrecer soporte emocional.

Educar emocionalmente

Enseñar a escuchar permite enriquecer y hacer más profundas nuestras relaciones. Pero enseñar a manejar los sentimientos permite alcanzar calidad en la comunicación y salud emocional.

Educar en el manejo de los sentimientos garantiza el éxito de la vida en pareja, en grupo, del trabajo en equipo, la capacidad de afrontar conflictos internos e interpersonales.

Enseñar a controlar y encauzar asertivamente la agresividad, a manejar y hacer fecunda la soledad y la tristeza, a sacarle partido al miedo y la ansiedad, a compartir sanamente la alegría, a elaborar el significado de la culpa… constituye un auténtico reto educativo.

No es frecuente que los estilos formativos incluyan el adiestramiento a la manifestación de las emociones, a la generación de confianza e intimidad emocional. Quizás los mismos padres y educadores fueron educados también en la represión, el silencio emocional o la selva expresiva de los sentimientos.

Enseñar a ser asertivos, a autoafirmarse respetando a los demás, constituye una oportunidad preventiva de neurosis, depresión, anorexia, dependencias, y todo tipo de enfermedades, porque nuestro cuerpo reacciona también en función de nuestro corazón y nuestro sistema inmunitario entiende también de bienestar y malestar emocional. Por eso también hay que educar a escuchar al corazón.

Sin duda hay muchos factores que concurren en los procesos morbosos físicos o psicológicos. Pero nadie puede poner en duda que, entre ellos está la educación emocional y afectiva. No estamos proponiendo un exibicionismo emocional en la familia o en la escuela, sino la consideración de la relevancia que ha de tener el mundo de los sentimientos en todo proceso educativo.

Educar a la realidad

Uno de los límites que percibo en mi entorno es la tendencia a satisfacer todas las expectativas y deseos de los niños y jóvenes.

El desarrollo maravilloso de la tecnología permite a muchos el acceso inmediato a la información, la posibilidad de conseguir lo deseado al instante, a golpe de tecla. Por otra parte, no son pocos los padres y educadores que argumentan como motivo para satisfacer a los niños, el hecho de que al menos éstos tengan lo que ellos no pudieron por vivir en momentos de mayor precariedad y menores recursos. El error craso está en creer que satisfacer todas las expectativas es educativo y que educar al éxito vistoso y triunfante no pasa factura desagradable.

En efecto, otro reto de la sociedad de hoy viene dado por la necesidad de enseñar a convivir con el deseo no siempre satisfecho, a integrar la frustración y a aprender del fracaso.

En el fondo, la educación tanatológica presente en algunos lugares, supone el coraje de aceptar que la pérdida, el fracaso, la vulnerabilidad, el límite y la muerte forman parte de la vida. Vivir a ciegas no puede ser saludable. Educar ignorando que el límite forma parte de la vida, como lo forma el fracaso, es caer en una educación que llevará a la inmadurez.

En el fondo, no se trata, ni más ni menos, que educar a ser fieles a la realidad misma y a la creatividad responsable.

Si educar significa acompañar a desarrollar las facultades intelectuales, emocionales, afectivas y morales de una persona, los educadores y formadores habrán de poseer las competencias que desean ver nacer y crecer en los educandos.

Los formadores que sólo hablan, pero que actúan de un modo visiblemente contradictorio, boicotean el mismo mensaje que pretenden transmitir.

Cuando se trata de enseñar, de generar salud mediante la educación, la vía del testimonio, abierto siempre a la creatividad y al cambio que se produce en el diálogo, es la privilegiada. Por eso, ser buen educador se convierte en ser buen “compañero de aprendizaje” porque la verdad y la bondad se alumbran en el encuentro interpersonal y la persona se hace en la relación.

 

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