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De la sabiduría del corazón a la inteligencia espiritual

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2010

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La escuela ha enseñado siempre a sumar y restar, a leer y escribir, literatura e historia. Pero más raramente ha enseñado y enseña a manejar el complejo mundo de los sentimientos, a aprovechar su energía para utilizarla correctamente conforme a los valores, a afrontar conflictos de manera saludable, a plantearse preguntas por el sentido último de las cosas, a tomar decisiones ponderadas, a hacer silencio... Y resulta que nuestro desarrollo personal está en estrecha relación con el mundo de los sentimientos, de los valores, del sentido.

La cordialidad, el calor humano, la amabilidad, la cercanía, la familiaridad, la capacidad de manejar bien los sentimientos, la empatía, saber resolver conflictos resolutivamente, plantearse la pregunta por el sentido último de las cosas, conducir la conducta desde los valores, esas cualidades por todos deseadas para nosotros mismos y los demás son elementos de lo que entendemos por inteligencia espiritual. Pero no solo: la capacidad de silencio, de asombro y admiración, de contemplar y de discernir, de profundidad, de trascender, de conciencia de lo sagrado y de comportamientos virtuosos como el perdón, la gratitud, la humildad o la compasión son elementos propios de lo que entendemos por inteligencia espiritual.

Todos estos aspectos reflejan sabiduría del corazón, de ese corazón que tiene razones que a veces la razón no entiende y que tan importantes son en el ámbito educativo. La formación del corazón constituye un reto universal para humanizar el desarrollo y el crecimiento de cada persona.

San Camilo, patrono de los enfermos, hospitales y enfermeros,  exhortaba a sus compañeros a poner “más corazón en las manos”. Eran tiempos (el siglo XVI) en que en los ambientes en que él se movía, los enfermos y necesitados eran atendidos en condiciones que hoy son inimaginables en el primer mundo, pero que se mantienen o están peor aún en la mayor parte de la tierra. La frase de Camilo constituía y constituye un reclamo a seguir la sabiduría del corazón y humanizar cuanto hacemos.

Aquella propuesta, dirigida a quien cuidaba en la fragilidad de la enfermedad, es de rabiosa actualidad para los ámbitos educativos. Hoy diríamos –yo diría-: más corazón en el aula, más educación del corazón, más espacio al mundo de los sentimientos, más educación emocional, más acompañamiento en la intimidad, más promoción de la reflexión, más cultivo de la dimensión trascendente, más reclamo de las virtudes y de la solidaridad y el perdón, más inteligencia emocional y espiritual.

Inteligencia emocional

Fue especialmente Daniel Goleman quien, en 1995, convirtió el tema en periodístico y lo divulgó con éxito, consiguiendo un gran impacto mundial.

Conscientes de que la sabiduría no se agota en el desarrollo de la inteligencia intelectiva, Goleman propone el marco de la inteligencia emocional como un conjunto de competencias intrapersonales y un conjunto de competencias interpersonales. Son, al fin y al cabo, “competencias blandas” que contribuyen a que la persona se desarrolle de manera exitosa y aumente la potencialidad de ser feliz consigo mismo y con los demás.

En realidad, Goleman no se inventaba nada. Zubiri había escrito varios volúmenes titulados “Inteligencia sentiente” y bien es sabido, que la inteligencia, que solemos asociar a las capacidades de memoria, relación de conceptos e información, capacidad de adaptarse a situaciones nuevas, habilidad para resolver situaciones… está muy relacionada con el modo como manejamos nuestros sentimientos.

Incluso el rendimiento escolar está en relación con nuestros sentimientos. Es obvio que la tristeza, la ansiedad, la rabia, el entusiasmo y tantos sentimientos, tienen un influjo claro sobre la disposición al aprendizaje intelectivo y sobre el mayor o menor fracaso escolar.

El modelo de Goleman propone la inteligencia emocional como un conjunto de competencias personales (autoconocimiento, autocontrol emocional y capacidad de automotivación) y un conjunto de competencias sociales (empatía y habilidades sociales). Un marco amplio de ingredientes educables que hace a las personas más o menos sabias, capaces de sacarle sabor a la vida afrontando de manera inteligente los conflictos y adversidades. Una parte de nuestro cerebro, la derecha, que hemos de conformar, lo mismo que cultivamos la más relacionada con la racionalidad intelectiva (la izquierda).

No se trata de exaltar el mundo de los sentimientos en detrimento de la razón como contrapartida al error en el que tradicionalmente hemos caído: el alto inteligir y las bajas pasiones. No. Se trata de ser conscientes del gran influjo que los sentimientos tienen en la vida personal y social y de la importancia de trabajar sobre ellos en el proceso educativo de manera explícita.

¿Cómo no hacer referencia al rencor en el aula a la vista de un conflicto? ¿Se puede obviar la tristeza cuando un alumno está atravesando una experiencia de duelo? ¿Es saludable negar el miedo y respetarlo como si de un tabú se tratara? ¿Hay que imponer por la fuerza la ausencia de expresión de la agresividad? Por este camino, la educación sería represiva, más que liberadora. Es obvio, pues, que hay que hablar de los sentimientos, que hay que relacionarlos con los valores, que hay que construir un mundo interior saludable, también haciéndolo exterior, es decir, socializándolo y compartiendo sobre él.

Se trata de humanizar las relaciones con uno mismo y con los demás para hacerlas más eficaces, más en sintonía con nuestra condición humana de seres vulnerables y apasionados, con corazón que palpita y habitado de anhelos y vibraciones al son de estímulos internos y externos.

A veces pensamos que hablar de los sentimientos es presentarse vulnerable ante los demás. Y, sin querer, podemos entablar relaciones frías. La frialdad, indiferencia o ritualización de la relación despersonalizan y merman la confianza y la eficacia de las relaciones humanas y, en particular, de las que quieren ser educativas.

Educar el corazón, educar el espíritu

Sí, el corazón –el espíritu- es educable. Una persona puede aprender a ser cordial, a ser dueño de sus sentimientos, a conocerse a sí mismo, a controlar la reactividad a los sentimientos negativos, a ponerse en el lugar de los demás, a manejar con autoridad los conflictos, a contemplar, a perdonar, a trascender, a construir una vida moral y trascendente de manera personal.

En la tradición bíblica, así como en la poesía griega, el corazón es el que regula las acciones. En él se asienta la vida psíquica de la persona, así como la vida afectiva, y a él se le atribuye la alegría, la tristeza, el valor, el desánimo, la emoción, el odio; es el asiento de la vida intelectual, es decir, es inteligente, dispone de ideas, puede ser necio y perezoso, ciego y obcecado; y es también el centro de la vida moral, del discernimiento de lo bueno y lo malo.

En efecto, en hebreo, el corazón es concebido mucho más que como la sede de los afectos. Contiene también los recuerdos y los pensamientos, los proyectos y las decisiones. Se puede tener anchura de corazón (visión amplia, inteligente) o también corazón endurecido y poco atento a las necesidades de los demás. En el corazón, la persona dialoga consigo misma y asume sus responsabilidades. El corazón es, en el fondo, la fuente de la personalidad consciente, inteligente y libre, la sede de sus elecciones decisivas, de la ley no escrita; con él se comprende, se proyecta.

Educar es trabajar también el mundo de las actitudes interiores porque precisamente el exterior de una persona manifiesta lo que hay en el corazón. Al corazón se le conoce, entonces, indirectamente, por lo que de él expresa el rostro,  por lo que dicen los labios, por lo que revelan los actos, aunque también es posible una doblez o falsedad que lleve a expresar lo que no habita en el interior del corazón.

El corazón, para los semitas y los egipcios, es, sobre todo, la sede del pensamiento, de la vida intelectual, de modo que hombre de corazón significa sabio, prudente, mientras que carecer de corazón es lo mismo que estar privado de inteligencia, es decir, ser tonto. Este es el reto: educar la vida espiritual por el camino del corazón.

Inteligencia espiritual práctica: El corazón en las manos

Podría pensarse que educar en inteligencia emocional consiste en introducir las prácticas religiosas en el  ámbito de la enseñanza. Obviamente éstas pueden contribuir, pero es sabido que la dimensión espiritual no se reduce a ninguna religión. Es propio de la dimensión espiritual la capacidad de trascender, el mundo de los valores, la capacidad de plantearse las preguntas por el sentido último de las cosas, el reconocimiento de la dimensión mistérica en la vida.

Por tanto, educar en inteligencia emocional comporta acompañar procesos de descubrimiento de nuestra propia naturaleza espiritual y ayudar a traducirlo en la práctica. Poner el corazón en las manos. La riqueza del significado del corazón en ámbitos culturales de los que somos herederos, nos podría llevar también a tomar conciencia de las posibilidades de hacer significativas, cordiales las relaciones interpersonales.

La expresión de Camilo, a quien hemos citado al inicio, de “poner el corazón en las manos” podría significar entonces impregnar las relaciones, los cuidados que nos prestamos unos a otros, de la sabiduría del corazón, de su afecto y de la ternura que le son propios cuando se actúa con libertad y responsabilidad. Significaría ser conscientes del estilo relacional, libres en la interacción, transparentes en las motivaciones, comprensivos en la escucha, capaces de proyectar sanamente el futuro saludable del interlocutor. En el fondo, tener inteligencia espiritual o sabiduría de corazón.

Poner el corazón en las manos significa también transformar y hacer eficaz la intervención educativa. ¿Eficaz? Sí, sin duda. Piénsese, por ejemplo en cuando las personas salimos de una consulta, o cuando somos atendidos por un agente social. Nos adherimos con más facilidad y la adherencia es más perdurable cuando hemos sido “seducidos” por la autoridad del corazón del ayudante. De hecho, las habilidades de persuasión, cuando son adecuadas (cuando no caen en la manipulación ni en la coerción), están en estrecha relación con la autoridad afectiva (confianza) inspirada por el persuasor.

Por el contrario, quien sale de ser atendido por un profesional de la ayuda al que ha percibido frío, distante, “sin corazón”, aunque sea éste un excelente profesional en el sentido de su abundancia y precisión de conocimientos y destrezas en el ámbito de su competencia, si no ha sentido ganada su confianza por la vía afectiva, no se adherirá con la misma intensidad ni mantendrá la misma fidelidad a las indicaciones preventivas, terapéuticas o rehabilitadoras.

Esto mismo sucede en el ámbito educativo. El docente es calificado de bueno o malo no sólo por lo que sabe, sino por cómo enseña. Y es que los alumnos perciben si está puesto el corazón en sus labios, en su conducta, en sus ojos, en su motivación. Es buen profesor el que transmite amor por el alumno, pasión por aprender, aquél a quien se le percibe sabiduría y no solo inteligencia, competencias intrapersonales y sociales, aquel en quien se le percibe amor por la humanidad y no sólo por la ciencia, ni exclusivamente por los conocimientos almacenados como los podría tener también un disco duro.

Cordialidad, espiritualidad y profesionalidad

Puede que en el imaginario cultural exista la idea de que cordialidad y profesionalidad son algo opuesto, y que para ser un buen profesional (en cualquier ámbito) haya que manifestarse frío, distante, serio y riguroso en las relaciones. De lo contrario, seríamos blandos y tolerantes, no exigiríamos el cumplimiento de las normas y nos podrían tomar poco seriamente.

Puede que en el imaginario cultural la dimensión espiritual quede relegada a lo privado y reducida a lo religioso y, por tanto, opcional.

Como si la afabilidad y la blandura, la afectividad claramente manifestada, el interés por la persona entera y no sólo por los datos, la capacidad de perdonar y tomar decisiones en base a valores, el arte de trascender lo que los sentidos ven, disminuyeran la capacidad de procesar con rigor la información que a las ciencias le permiten desvelar la verdad y procesarla adecuadamente.

Parecería que es “poco profesional” ser afectuoso y hablar de espiritualidad. Si técnica y humanidad, ciencia y afecto, inteligencia intelectiva e inteligencia espiritual estuvieran reñidas, la humanidad no existiría; el animal no se habría hominizado. Lo que sostiene a la humanidad no es otra cosa que el corazón, el corazón interesado por el otro, particularmente por el otro vulnerable.

Cabe la sospecha, en todo caso, de que cuando no nos mostramos afectuosos en el trato, cuando nos interesamos por la vida del espíritu (la vida interior y su reflejo externo), sea porque tenemos miedo a ser mal interpretados, y nos refugiamos entonces en la frialdad, en la limitación del interés por los datos, por la ley, por la norma; no tanto de manera malintencionada, sino por los propios límites y la dificultad de manejar los propios sentimientos, los propios valores y las convicciones más hondas.

Un buen reto para trabajarse la inteligencia espiritual, de la que cada vez se habla más, es formarse en el ámbito de la comunicación y las relaciones de ayuda. En efecto, los ingredientes de la inteligencia emocional son el autoconocimiento, el autocontrol emocional, la capacidad de automotivarse, la empatía y el manejo de habilidades sociales. Cultivar esta inteligencia, que complementa la inteligencia intelectiva, puede contribuir a nuestra felicidad y a dotar nuestras relaciones de la cordialidad con la que se construye más fácilmente el Reino que con la rigidez de la inteligencia intelectiva. Este camino permitirá dar el paso a la educación en inteligencia espiritual, en capacidad de mirar con los ojos del corazón, trabajar por ser feliz tomando decisiones ponderadas, razonadas, cultivando los valores más genuinamente humanos.

No es menos importante tomar conciencia de los caminos de acceso a la dimensión trascendente, tal como nos los presenta Durkheim: la naturaleza, el encuentro, el arte y el culto. De aquí que educar la dimensión espiritual tenga que ver con acompañar a admirar y respetar la naturaleza, cuidarla y señorearla con sagrado respeto. Educar la dimensión espiritual tiene que ver con construir encuentros significativos, superando la tentación de matar el tiempo, cuando todos anhelamos profundamente tiempos de calidad. Educar la dimensión espiritual tiene que ver con cultivar la dimensión artística, la expresión simbólica que tan fácilmente nos permite trascender, ir más allá de los sentidos. Educar la dimensión espiritual consistirá también en humanizar los ritos –sagrados y profanos- para que éstos cumplan su función de expresión de aquello que no logramos comunicar con meras palabras o discursos racionales.

El tiempo dedicado expresamente en la educación a explorar la naturaleza, a pensar y escudriñar el significado del encuentro interpersonal, a contemplar, disfrutar y expresarse con el arte, así como a participar activamente y preparar diferentes tipos de ritos, será una inversión fantástica para acompañar a crecer espiritualmente.

Humanizar nuestras relaciones

Poner más corazón en la mente, en el modo de pensar, así como en el modo de hacer, constituye una propuesta humanizadora.

Pudiera parecer que hablar de inteligencia espiritual comportara un camino deshumanizador, teórico… Hablar de inteligencia espiritual es hablar de humanización. Nada hay más genuinamente humano que la dimensión espiritual. Es lo que nos distingue del resto de los seres vivos. Por eso, educar en inteligencia espiritual, para nosotros los cristianos, significa humanizar. Y humanizar no pretende ser otra cosa que el deseo de evangelizar cuanto tiene que ver con la vida, especialmente cuando ésta se encuentra en su vulnerabilidad y requiere de la expertía y de la solidaridad de los demás.

Humanizar no pretende ser otra cosa que salir al paso de la lamentación universal de deshumanización de la cultura, de los pueblos, de la política, de la sociedad, de la educación, de los diferentes ámbitos de la vida. Porque la deshumanización es justamente la pérdida de la dimensión espiritual del ser humano.

La lamentación por la deshumanización es universal, pero también lo es el reclamo de una sociedad más humana. Lo es en los países desarrollados como en los que se encuentran en vías de desarrollo. Se trata de buscar los valores genuinamente humanos y evangélicos que, puestos al servicio de la persona, construyan justicia y generen relaciones sanas en las distancias cortas y en las largas. Educar a la solidaridad, al perdón (y no al rencor), a la paz, al respeto por la naturaleza, al amor por el silencio y la contemplación es construir un mundo más a la medida de nuestra condición.

Humanizar no quiere ser otra cosa que promover relaciones de las que se pueda decir que están realmente centradas en la persona, respetándola de manera sagrada y considerándola de forma integral. Y no habrá consideración integral de la persona sin tener muy presente la vida del espíritu, la vida de la capacidad de trascender y de reconocerse seres morales.

Humanizar es un objetivo compartido por gran parte de la humanidad, por el que han trabajado y trabajan en realidad todas las instituciones con motivaciones religiosas y otras laicas. Compartiendo este proyecto, desde el ser cristiano, nosotros tenemos una fuente (el Evangelio), referentes esenciales (muchos fundadores carismáticos), un estilo particular que hace que se nos conozca y se nos asocie e identifique como del buen vino se distingue su buquet.

Pero es cierto también que a veces, más que personas y grupos caracterizados por gran humanidad, somos descritos por personas frías, rígidas, llenas de normas y tradiciones arcaicas, difíciles para las relaciones simétricas, autoritarias, dogmáticas, poco abiertas al diálogo y a los cambios. A veces ha sido precisamente la religión, o la perversión de la religión, lo que ha deteriorado el cultivo de la verdadera dimensión espiritual.

¿Qué decir de personas o grupos donde los horarios esclavizan, generan culpa; donde las normas no favorecen el crecimiento de los individuos, donde la fe no es fuente de gozo y liberación, donde la autoridad es más ejercicio de poder que garantía de servicio, donde los afectos son zona prohibida (reprimida), donde disfrutar es mal visto y sacrificarse es la virtud esencial sin conectarla con el amor?

Poner más corazón en las manos, significa, en el fondo, crecer eficazmente en sabiduría del espíritu. Empeñarse porque allí donde haya una persona que sufre, haya otra que se preocupe de él con todo el corazón, con toda la mente y con todo su ser. Poner “más corazón en las manos” podría ser lema para la humanidad.

Pero no un corazón endurecido, tembloroso, engreído, airado, desmayado, desanimado, desfallecido, torcido, perverso, seco, terco, negligente, amargado, triste, envidioso… como también es descrito el corazón, si recorremos la Sagrada Escritura, llegando a hablar incluso de la capacidad de vivir “con el corazón muerto en el pecho y como una piedra”.

Queremos promover una cultura en la que en las manos y en la mente de los hombres y de las mujeres haya un corazón apasionado, capaz de discernir el bien, genuinamente recto, un corazón dilatado por la creatividad de la caridad, un corazón reflexivo y meditativo, capaz de guardar en él la intimidad ajena y custodiarla con respeto, un corazón que haga sentir su latido y su estremecimiento ante el sufrimiento ajeno, un corazón inteligente donde se discierne la voluntad de Dios, un corazón herido también a la vez que sanador, firme y vigilante, en el que se fraguan los mejores planes y donde se cultiva la mansedumbre, un corazón inteligente y tierno.

La inteligencia espiritual, la inteligencia del corazón, podrá ser el motor de todo proceso de humanización si ésta es escudriñada con verdadera pasión por el hombre, sin miedo a denunciar las injusticias y los signos de deshumanización como es propio del profeta, sin vacilar ante los riesgos que supone ir dejándose la vida día a día en el empeño de defender la dignidad de toda vida humana.

Ojalá nuestra vida, que siempre tiene que crecer en sabiduría y en humanidad, tanto individualmente como en nuestros grupos y organizaciones, fuera una creativa escuela del corazón. Que a la sombra de nuestro testimonio, a la luz de nuestro rostro, al amparo de nuestros quehaceres, muchas personas se preguntaran de qué estamos habitados, de qué está hecho nuestro corazón para ser capaces de sorprender con tanta blandura y misericordia.

Ojalá que el corazón, esa obra de arte de la ingeniería divina, con su diseño de tuberías, bombas y válvulas, incansable fuente de calor –como dijera Galeno-, que nos mantiene vivos y cuyas razones a veces la razón no entiende –como afirmara Pascal-, llamada sede del pensamiento por Empédocles, nos mantenga tensos y blandos, como se mantiene un muelle, para seguir humanizando el mundo, nuestro pequeño mundo, nuestro entorno educativo, especialmente junto a los más vulnerables.

Para que así sea, contamos con la ayuda del Evangelio al que incansablemente volvemos buscando, como la cierva sedienta, agua para el camino. Agradezcamos “de todo corazón”,  cuanto Dios hace y seguirá haciendo por nosotros y a través nuestro para construir un mundo más humano, más en sintonía con nuestro ser espiritual.

Bibliografía BERMEJO J.C., “Inteligencia emocional. La sabiduría del corazón en la salud y la acción social”, Sal Terrae, Santander 2005. BERMEJO J.C., MAGAÑA M., “Cómo educar adolescentes”, Sal Terrae, Santander 2007. BERMEJO J.C., RIBOT P., “La relación de ayuda en el ámbito educativo”, Sal Terrae, Santander 2007. GOLEMAN D., “Inteligencia emocional”, Kairós, Barcelona 1995. ZOHAR D., MARSHALL I., “Inteligencia espiritual”, Plaza & Janés, Barcelona 1997. VÁZQUEZ J.L., “La inteligencia espiritual o el sentido de lo sagrado”, Desclée de Brouwer, Bilbao 2010.

 

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