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Como acompañar la ultima etapa

Autor: José Carlos Bermejo

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“La mirada de un moribundo es como la de un niño: cándida, transparente y verdadera. La mirada de niño es terrorífica, pues es la de la inocencia y, ante esa inocencia, vemos hasta qué punto no hemos amado el amor, hasta qué punto no hemos amado la vida…”[i]

Al iniciar estas líneas me vienen a la mente diferentes recuerdos relacionados con la muerte. Sí, aquella niña de 7 días a la que fui a acariciar en Africa pensando que estaba dormida y acababa de fallecer sin llegar a tener nombre por una infección perinatal absolutamente evitable.

Me vienen a la mente los muchos niños que mueren en los países de Latinoamérica donde voy trabajando, los muchos niños que no fueron abortados, pero que padecen la injusticia de no poder llevar una vida desarrollada y digna hasta el punto de poderse hablar de “vivas vividas en permanente aborto”.

Recuerdo aquellos presos que, describiéndome su experiencia la calificaban diciendo: “aquí estamos en un cementerio viviente”. Y me vienen a la mente los numerosos enfermos que, expropiados de vivir y rodeados de sofisticada y refinada tecnología, son objeto de macabro espectáculo y vergüenza para la humanidad porque condenados a vivir muertos.

Y me vienen a la mente también algunos enfermos que confiesan –dándoles tan sólo una pequeña oportunidad- que no pueden hablar en la verdad; son víctimas de la eutanasia social inducida por quienes les niegan la posibilidad de relacionarse expresando libremente lo que viven, por incapacidad del entorno de acoger la elaboración personal de la muerte.

No es fácil combinar estos recuerdos en torno a un solo eje, pero servirán de marco para las siguientes reflexiones en las que presentaremos algunas pistas para acompañar en la última etapa de la vida.

Un cierto retorno de la muerte

En estos últimos años, junto con la tendencia a negar la muerte, manifestada de múltiples maneras (desde el cambio de escenario –la muerte institucionalizada-, hasta los profesionales del ocultamiento de la muerte maquillando los cadáveres –tanatopractas-, etc.) estamos asistiendo a algunos signos de retorno de la muerte antes negada. Quizás no tanto en la práctica cuanto en la reflexión.

La literatura le está dando un espacio más abierto a la muerte. Los problemas éticos del final de la vida son de interés para los medios de comunicación. La medicina paliativa, con sus implicaciones prácticas –nuevas unidades hospitalarias o centros de cuidados paliativos, asociaciones a nivel estatal o autonómico, programas de asistencia domiciliar, etc.) son signo de una cierta aceptación de la muerte y de la decisión de salir al paso de la posible deshumanización de la misma despersonalizándola por sobredosis de tecnología.

Los cuidados paliativos, cada vez más extendidos, constituyen esa dimensión femenina de la medicina que ha hecho la paz con la muerte y que se dispone a cuidar siempre, aunque curar no se pueda. La particular atención a la familia (y no sólo al enfermo), la “blandura” (humanización) de las normas de las instituciones que desarrollan tales programas, la atención delicada al control de síntomas, al soporte emocional y espiritual y el reconocimiento del peso específico de la relación y de la responsabilidad del individuo en su propia vida, dibujan un nuevo panorama menos paternalista de la medicina y más en sintonía con la integración de nuestra condición de seres mortales.

Cómo hacer de la muerte una experiencia biográfica

Acompañar en la última etapa de la vida constituye un reto para todos. No sólo para los profesionales de la salud o de los servicios socio-sanitarios que atienden a los mayores, sino un reto para todos porque todos perdemos seres queridos y no siempre de manera imprevista y rápida, donde el acompañamiento no es posible.

Vivir la propia muerte

El poeta Rilke, en “El libro de la pobreza y de la muerte” empieza señalando que muchos no saben morir, que no llegan a madurar y a elaborar su propia muerte, por lo que su vida les es arrebatada desde fuera, muriendo de una muerte en serie, que nada tiene que ver con ellos. Mientras que el anonimato y la banalidad convierten en horrorosa la muerte ajena, la muerte propia se constituye como el objetivo de toda la vida, que se tensa como un arco hacia ese momento de máxima intensidad vital que es la muerte propia.

La tesis del poeta es “vivir la propia muerte” como posibilidad humana de ser sí mismo hasta el final. Rilke explica también por qué nos es dada la posibilidad de morir nuestra muerte propia. Justo porque hay en nosotros algo eterno, nuestra muerte no es similar a la animal…. Exactamente en la medida en que hay algo de eternidad en nosotros, podemos elaborar y trabajar nuestra propia muerte, lo que nos distingue radicalmente del resto de los animales. Pero ocurre que no sabemos hacerlo y que traicionamos nuestra más alta vocación, de manera que nuestra muerte no llega a vivirse siempre dignamente. Como tenemos demasiado miedo al dolor y al sufrimiento, nos empeñamos en vivir la vida sin anticipar su final, en vivir ciega y estúpidamente, como si fuéramos inmortales; y como no llegamos a madurar nuestra propia muerte, parimos en su lugar un aborto ciego, una muerte inconsciente de sí.[ii]

Nuestro poeta expresa de manera cruda la tendencia a no vivir la propia muerte porque no nos lo permitimos:

“A fornicar llegamos incluso con lo eterno, y cuando el lecho de parir se acerca damos a luz el feto muerto de nuestra muerte; el embrión enroscado y lleno de pesar que (cual si algo horrible se asustara) se tapa con las manos los ojos que germinan; y que lleva en la frente ya formada, el miedo ya de todo, sin haberlo sufrido; y así todos terminan, como una prostituta en espasmos de parto y de cesárea”.[iii]

La muerte expropiada

Puesto que vivimos en este mundo efímero de la conciencia de la muerte, estamos en aquella actitud del que pasa. Pero tal actitud está recogida arquetípicamente en el morir, porque, por una parte, detrás de cada despedida concreta, se alza la muerte como despedida última y suprema, y por otra, la esencia de la muerte reside en un despedirse, en un desprenderse de todo lo que se tenía como seguro.[iv]

Ha sido Tolstoi en “La muerte de Iván Ilich” el que ha formulado con absoluta nitidez tanto en qué consiste la diferencia entre la muerte propia y la ajena, como cuál es la causa de tal distinción. Que todos los hombres son mortales explica el fallecer anónimo del otro, pero no el mío, o el de la persona amada.

En el momento en que Iván Ilich experimenta la comprensibilidad de la muerte propia, la más profunda soledad y angustia ante ella, es torturado por la mentira sistemática ante su estado. “Le torturaba aquel embuste, le atormentaba que no quisieran reconocer lo que todos sabían y sabía él mismo, y en vez de ello deseaban mentirle acerca de lo terrible de la situación en que él se hallaba y querían obligarle a que él mismo participara en aquella mentira”. “La mentira, –continúa Tolstoi concentrando toda la tesis de su novela en una sola frase- esa mentira de que era objeto en vísperas de su muerte, una mentira que debía reducir el acto solemne y terrible de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era algo atroz para Iván Ilich”[v]. Pretenden reducir su muerte al nivel de una contrariedad, de una “inconveniencia”, de una falta de decoro. Cuando necesita más que nunca ser comprendido y consolado, mimado, sólo el joven Guerásim es capaz de entenderle y aliviarle.

Crisis del lenguaje exhortatorio

Los falsos consoladores de Job, que representan la tan arraigada tendencia a consolar con frases hechas y con esquemas racionales, siguen vivos y alrededor del hombre sufriente, representado en el personaje de Job, paradigma de quien vive perdiendo (muere) y es acompañado por sus amigos.

También Bernanos, en la preciosa novela “Diálogo de carmelitas” deja ver la crisis y el límite del lenguaje exhortatorio cuando, a los pies del lecho de muerte de la madre superiora del convento, pone en boca de la hermana encargada de cuidarla, palabras de bien, que pretenden ser de alivio y consuelo, pero no aceptadas por la moribunda porque no nacidas de la escucha, sino de la imposición exhortativa. Un fragmento de diálogo nos lo refleja así:

“Madre María: No merecíamos el gran honor de ser introducidos y asociados por obra vuestra a lo que la Santísima Agonía fue ocultado a la mirada de los hombres… ¡Oh, Madre! ¡No os preocupéis por mí! Preocuparos ya solamente de Dios.

Priora:

¡Qué soy yo en esta hora, miserable de mí, para preocuparme de El! ¡Que se preocupe antes que nada El de mí!”[vi]

A veces, es tan fuerte esta tendencia a consolar que se llega a una evidente situación de ridículo en la relación con el enfermo terminal. Así, narra Kant:

“Un médico no hacía sino consolar a su enfermo todos los días con el anuncio de la próxima curación, hoy diciéndole que el pulso iba mejor, mañana que lo que había mejorado era la excreción, pasado que el sudor era más fresco, etc. El enfermo recibe la visita de un amigo: ¿cómo va esa enfermedad?, le pregunta nada más entrar. ¡Cómo ha de ir! ¡Me estoy muriendo de mejoría!”.[vii]

Morir como acto biográfico

 Acompañar a vivir la última etapa de la vida supone considerar la muerte como el fin de una biografía humana reconociendo lo específicamente humano. Porque la muerte reconocida únicamente como el fin de una biología da paso a la deshumanización y a la despersonalización.

Morir puede ser triste, pero morir los unos para los otros antes de morir es mucho más triste. Y esto es lo que sucede cuando tanto las palabras como el silencio imponen su lado trágico. Queriendo evitar el drama de la verdad, caemos a veces en la soledad y el abandono en la proximidad de la muerte. El silencio, que puede ser un saludable correctivo a la retórica banalizante de las palabras y pudiera ofrecer quizá el consuelo que viene de la muda solidaridad, en estas condiciones es sólo un vacío de palabras. Comunica al enfermo incurable que ya no es alguien con quien se pueda comunicar. Es decir, le comunica que socialmente puede darse por muerto[viii] y que en realidad sólo queda asistir al fin de una biología.

El encuentro en la verdad, en cambio, el diálogo con el enfermo terminal basado en la autenticidad, genera libertad. Produce cierto pánico, pero da paz al superviviente y serenidad a quien escribe el último capítulo de su vida.

Tanto familiares como profesionales, pueden llegar a sentirse bloqueados y culpados de estar sanos junto a un ser querido en proceso de muerte. Al fin, es él el que va a morir. Comunicar con el enfermo en este estado de angustia resulta difícil. Es como si todo lo que se dice sonara un poco a incoherencia y a pobreza o artificialidad. Es incómodo y doloroso estar junto al moribundo, como sentirse acusados por el silencio del enfermo de no hacer nada para curarle.[ix]

Sin embargo, superadas las barreras, el encuentro en la verdad ayuda al enfermo terminal a elaborar su duelo anticipatorio por lo que prevé y experimenta que está perdiendo, y ayuda al ser querido o profesional a elaborar el dolor que producirá la pérdida y que se empieza a elaborar de manera anticipada también antes de que acontezca. Reconocer la experiencia del duelo y de sus diferentes tipos, constituye un modo de acompañar a hacer de la experiencia de morir un acto biográfico en el que la vida se narra y recibe una nueva luz de sentido.

En efecto, acompañar a quien narra su vida está cargado de contenido simbólico, porque narrar la propia vida supone un verdadero esfuerzo: “Es poner en perspectiva acontecimientos que parecen accidentales. Es distinguir en el propio pasado, lo esencial de lo accesorio, los puntos firmes. Contar su vida permite subrayar momentos más importantes, e, igualmente, minimizar otros. Se puede, en efecto, gastar más o menos tiempo en contar un acontecimiento que en vivirlo. Para contar, es necesario escoger lo que se quiere resaltar, y lo que se quiere poner entre paréntesis. El relato crea una inteligibilidad, da sentido a lo que se hace. Narrar es poner orden en el desorden. Contar su vida es un acontecimiento de la vida, es la vida misma, que se cuenta para comprenderse.”[x] Narrar no es fabular. Contar los acontecimientos que se han sucedido en la vida permite unificar la dispersión de nuestros encuentros, la multiplicidad disparatada de los acontecimientos que hemos vivido. Malherbe no duda en decir que, “relatar la vida, le da un sentido”.[xi]

Humanizar el final de la vida

El desequilibrio producido en los modos de morir despojados de dignidad porque en la absoluta carestía de los recursos existentes en el mundo para controlar los síntomas, aliviar el dolor, luchar contra enfermedades evitables por un lado, y la exagerada tecnología utilizada a veces desproporcionadamente a las expectativas de vida y de calidad de vida, nos hacen pensar que asistimos a la necesidad de encontrar el equilibrio que nos permita hablar de un final de la vida humanizado.

Responsabilidad al final de la vida

Quizás no se ha habla tanto del encarnizamiento terapéutico y de la injusticia por imposibilidad de acceder a recursos de salud y de cuidados, cuanto de la eutanasia, que representa un problema menor en relación a aquellos dos, aunque bien complejo y digno de ser reflexionado.

Un atrevido libro sobre este tema lo constituye el de H. Küng y J. Walter.         Atrevido porque el conocido teólogo Hans Küng y el que fuera catedrático de retórica en la Universidad de Tubinga y uno de los más importantes ensayistas de Alemania, Walter Jens, toman postura y plantean numerosas preguntas, con el fin de situar en su debido lugar el debate sobre el morir, sobre su dignidad, sobre la eutanasia, sobre la necesidad de una ley que regule algunas cuestiones que tienen que ver con el final de la vida, para evitar reacciones impulsivas y "frentes que se parapeten en trincheras inexpugnables", tanto en la necesaria discusión política como ética y teológica.[xii]

La tesis de Hans Küng se define a sí misma como una vía media, cristiana y humanamente responsable entre un libertinaje antirreligioso y un rigorismo reaccionario desprovisto de compasión.

Los autores abogan por una autodeterminación y responsabilidad en el morir y una reflexión sobre sus implicaciones, superando la tendencia a cerrar el tema con la afirmación de que la vida es don de Dios.

Así como al inicio de la vida el hombre de hoy siente cada vez más la responsabilidad, así también -afirma Küng- habría que reconocer que "el fin de la vida está en mayor medida que antes confiado a la responsabilidad de los hombres por Dios mismo, que no quiere que le adjudiquemos una responsabilidad que nosotros mismos debemos y podemos asumir".

La reflexión de Küng y el breve recorrido que Jens Walter hace de la literatura sobre la dignidad o indignidad del morir constituyen un magnífico punto de referencia para reflexionar seriamente, como creyentes, sobre el final de la vida. Ayudan a superar las reacciones impulsivas, faltas de seriedad o reflexión, y aquellas que repiten -cual altavoces o cassettes- afirmaciones que, viniendo de donde vengan, no siempre son razonadas con el necesario rigor que el tema requiere.

Quizás una mayor atención a la experiencia de cuantos se encuentran al final de sus días sin miedo a poner nombre a la realidad, pudiera ayudar a dialogar no sólo desde diferentes ciencias y profesiones que se dan cita en el cuidado de la vida en su final, sino también con quienes manifiestan sus deseos y quieren ver realizados sus valores y ejercer su responsabilidad personal hasta el final, para que la muerte no sea expropiada por los que ostentan el poder de utilizar la técnica disponible para el afrontamiento de las enfermedades.

“El progreso de la medicina ha tenido mucho que ver con el ethos médico de no renunciar a luchar a favor de la vida del enfermo, a pesar de la existencia de situaciones desesperadas. Sin embargo esta tendencia a luchar a favor de la prolongación de la vida no puede maximizarse, ya que corre el riesgo de incurrir en el criticado encarnizamiento terapéutico, que hoy puede ser dramático como consecuencia del gran desarrollo de la medicina y sus posibilidades cuasi ilimitadas de prolongación del proceso de muerte. Por eso hay que subrayar la importancia de humanizar la situación de los enfermos próximos a la muerte. No deben incurrir en planteamientos “vitalistas”, quizá además condicionados por una mala integración del hecho de la muerte y por la tendencia médica a concebirla como un fracaso profesional”.[xiii]

Testamento vital y voluntades anticipadas

Una de las manifestaciones del camino hacia la responsabilización en el final de la vida lo constituye el conocido “testamento vital” promulgado en diferentes países con textos semejantes.

En España, promovido por la Conferencia Episcopal, desde el Departamento de Pastoral de la Salud, dice así:

“A mi familia, a mi médico, a mi sacerdote, a mi notario:

Si me llega el momento en que no pueda expresar mi voluntad acerca de los tratamientos médicos que se me vayan a aplicar, deseo y pido que esta Declaración sea considerada como expresión formal de mi voluntad, asumida de forma consciente, responsable y libre, y que sea respetada como si se tratara de un testamento.

Considero que la vida en este mundo es un don y una bendición de Dios, pero no es el valor supremo y absoluto. Sé que la muerte es inevitable y pone fin a mi existencia terrena, pero desde la fe creo que me abre el camino a la vida que no se acaba, junto a Dios.

Por ello, yo, el que suscribe ……….., pido que, si por mi enfermedad llegara a estar en situación crítica irrecuperable, o se me mantenga en vida por medio de tratamientos desproporcionados o extraordinarios; que no se me aplique la eutanasia activa, ni se me prolongue abusiva e irracionalmente mi proceso de muerte; que se me administren los tratamientos adecuados para paliar los sufrimientos.

Pido igualmente ayuda para asumir cristiana y humanamente mi propia muerte. Deseo poder prepararme para este acontecimiento final de mi existencia en paz, con la compañía de mis seres queridos y el consuelo de mi fe cristiana.

Suscribo esta Declaración después de una madura reflexión. Y pido que los que tengáis que cuidarme respetéis mi voluntad. Soy consciente de que os pido una grave y difícil responsabilidad. Precisamente para compartirla con vosotros y para atenuaros cualquier posible sentimiento de culpa, he redactado y firmo esta declaración.

Firma.        Fecha.”

Sin duda, tanto este documento como el deseado e incipiente hábito de dar el protagonismo al enfermo empezando por preguntarle qué desea que hagamos con su diagnóstico cuando lo conozcamos, constituyen signos de un camino hacia la humanización del morir.

Aprender juntos al final de la vida

Quienes se disponen a acompañar en la última etapa pueden aprender del libro de la vida contenido en la vivencia y narración de la experiencia de vivir el morir y narrar la propia vida. Cuenta Marie De Hennezel en “La muerte íntima”, que en el congreso de Montreal sobre “El proceso curativo más allá del sufrimiento y la muerte”, el niño enfermo de leucemia que acompañaba al Dalai Lama en la sesión de clausura fue interpelado sobre el significado de la muerte para él y qué necesitaba y éste respondió: “Sé que estoy en este mundo por un tiempo limitado y que tengo cosas que aprender. Cuando haya aprendido aquello que he venido a aprender, partiré. Pero mi cabeza no puede imaginar que la vida se pare”. El viejo monje se levantó y se inclinó ante él al escuchar esto, en presencia de los mil quinientos participantes.[xiv]

El que muere, enseña

Los acompañantes de los moribundos, si han conseguido entablar la relación basada en una buena dosis de autenticidad y sencillez, reconocen con mucha frecuencia cuán importante y enriquecedor ha sido para ellos acompañarlos.

Los moribundos suelen dar algo muy importante: la capacidad de aceptar la muerte y de dejarse cuidar en medio del sentimiento de impotencia, dando mucha importancia al significado de la presencia y de la escucha del mundo interior, así como la servicialidad para satisfacer todas las necesidades.[xv]

El cuidador desearía más bien tener algo que dar, algo con lo que evitar lo que se presenta como inevitable. Y el sentimiento de impotencia le embarga con frecuencia. Pues bien, podríamos decir que cuando un cuidador o un acompañante toca su propia sensación de impotencia es cuando está más cerca de quien sufre. Mientras nos negamos a aceptar nuestros límites, mientras no asumimos nuestra parte de impotencia, no podemos estar realmente cerca de quienes van a morir.[xvi]

Quizás por eso, junto al que se encuentra al final de la vida, podemos aprender a desaprender las tendencias a querer dar siempre (razones, palabras, cuidados…), y comprender la importancia de dejarse querer y cuidar, la importancia y elocuencia del silencio y de la escucha.

Aprender a despedirse

Aprender junto al que vive su última etapa supone ejercer el arte de decir adiós. Hay personas que no saben despedirse, que niegan las despedidas, que las posponen o que las viven sólo como experiencia negativa, con reacciones poco constructivas.

Aprender a despedirse puede encontrar en Jesús, en la Ultima Cena, un modelo ejemplar. Estando Jesús al final de su vida, reúne a sus amigos y las tres dimensiones del tiempo son manejadas con sabio arte.

Jesús cena, celebra la Pascua con sus amigos. Celebra. En la celebración hace memoria del pasado, sintetizando el significado de la relación en pocas palabras. Les recuerda a sus amigos el núcleo del mensaje que ha pretendido comunicarles: “amaos como yo os he amado”. Con ello les da una consigna para el futuro que le permitirá estar vivo en su corazón y les invita a recordar (el poder terapéutico de la memoria) lo vivido juntos y a experimentarle presente entre ellos.

Aprender a despedirse significa ser capaces de verbalizar con quien se va, el significado de la relación (a veces con la necesaria solicitud de perdón por las ofensas), y asegurar a quien se va que seguirá vivo en el corazón del que queda. Expresar los sentimientos, aprender a nombrarlos abiertamente constituye no sólo una posibilidad de drenar emocionalmente y liberarse de buena parte del sufrimiento producido por la separación, sino también dar densidad y significado a la separación, escribir el último capítulo del libro de la vida de una persona y levantar acta de la propia muerte.

Aprender juntos a creer y esperar

Vorgrimler, tras analizar diferentes posiciones teológicas, dice respecto de si los cristianos mueren de otra manera, que la muerte se puede afrontar y soportar tanto más fácilmente cuanto más haya aprendido el hombre a tener su yo como menos importante, cuanto más haya existido al cuidado de la vida y de la muerte de los demás. Los cristianos pueden saber que su temor ante la muerte como maldición carece de fundamento y que en su amor Dios hace madurar su definitividad. Esto puede hacer más fácil su muerte. Pero también pueden temer por no haber vivido suficientemente para los demás (en trabajo, en amor, en fidelidad) y, en consecuencia, por no haber encontrado a Dios en los demás. Por esto su sufrimiento en la muerte podría ser mayor.[xvii]

En todo caso, la fe no es un anestésico o ansiolítico de las humanas reacciones ante la muerte. El mismo Jesús ha manifestado claramente sus sentimientos de tristeza. “La espantosa noche de terror (“me muero de tristeza”) es uno de los más valiosos relatos que tenemos sobre Jesús, porque nos lo revela en toda su humanidad. Ese miedo y esa angustia, tan difíciles de soportar, forman parte de la condición humana”.[xviii] La clave es  poder compartirlos con los demás y con el Padre y aprender juntos a seguir creyendo y confiando.

Una mujer, al final de su vida me decía: “El creyente se siente culpable si, en el momento de la enfermedad y la cercanía de la muerte siente miedo; de alguna manera, todos estamos imbuidos de la sensación de que, quien ha tenido una vida cristiana ejemplar, debe morir de una manera ejemplar. Creo que ha llegado el momento de contemplar más a Jesús en Getsemaní: el hombre más coherente de la Historia lloró, suplicó, gimió y sudó sangre ante la cercanía de la muerte. ¿Por qué los creyentes tendemos a creer que la muerte es el salto del último listón y que debemos sacar medalla de oro en la superación de ese salto? Quien quiera ayudarnos a morir hoy, debería insistir más en la profunda humanidad de Jesús. (…) Tenemos que convencernos de que el miedo y la repugnancia de morir no va a enturbiar una excelente “hoja de servicios” y convencernos de que Dios nos ama incondicionalmente y todo es gratuidad. Ahí sí que la ayuda puede y debe ser importante para quien va a morir”.[xix]

Andrés Tornos, afirmaba al respecto: “A nosotros, como a cristianos a quienes se entrega el sacerdocio o el ministerio de Cristo, se nos marca en su ejemplo el camino y características de nuestro servicio fiel. No se trata de que ante la muerte apostemos por mesianismos, espiritualismos o heroismos que no fueron los de Jesús y mal pueden ser ejercidos en su nombre. Nuestro testimonio y ministerios, si han de ser cristianos, tienen que asumir la condición concreta de los sentimientos y planteamientos de nuestros hermanos. Si ha de estar en su sitio la palabra explícita de la fe o el sacramento que podemos ofrecer, tiene que nacer obviamente de la situación o abrirse paso en la fidelidad a ella.”[xx]

La fe, como la oración, pueden ser purificadas al tocar el final de la vida propio o de un próximo. Las palabras y los signos han de ajustarse con fidelidad a la experiencia vivida, también las palabras del rito porque si el rito humaniza, el rito deshumanizado es denigrante. San Camilo, patrono de los enfermos, enfermeros y hospitales, y cuyos seguidores han sido reconocidos durante tiempo como “los Padres de la buena muerte”, decía: “Yo no sé en mis oraciones andar por las copas de los árboles”. Su espiritualidad, como refiere Pronzato, no se asemeja al aire con que se llenan los globos de colores, tan hermosos a la vista, sino al aire que sirve para llenar los neumáticos. Es una espiritualidad que le resulta indispensable para caminar y doblar el espinazo y servir a los enfermos, particularmente a los moribundos.[xxi]

Quienes acompañan en la última etapa de la vida, podrían estar animados por esta misma espiritualidad y poder decir con orgullo lo mismo que Pablo: “De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos”. (1 Ts 2, 8)

[i] M. De Hennezel, J.Y. Leloup, El arte de morir. Tradiciones religiosas y espiritualidad humanista frente a la muerte, Helios, Barcelona 1998, p.66. Los autores se refieren a la mirada con que seremos juzgados y al miedo al juicio al final de la vida.

[ii] J.V. Arregui, El horror de morir, Tibidabo, Barcelona 1992, p. 150.

[iii] R.M. Rilke, El libro de la pobreza y de la muerte, en El libro de las horas, Lumen, Barcelona 1989, p. 181.

[iv] O.F. BOLLNOW, Rilke, Tauros, Madrid 1963, p. 276

[v] L. Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, Salvat, Estella 1970, p.62

[vi] G. Bernanos, Dialoghi delle carmelintane, Morcelliana, Brescia 198812, p. 65.

[vii] I. Kant, Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor, en Filosofía de la historia, FCE, México 1979, p. 118.

[viii] S. Spinsanti, La comunicazione con il malato come imperativo etico, en (O. Corli) Una medicina per chi muore, Città Nuova, Roma 1988, p. 127.

[ix] A. Gameiro, Nuevos horizontes de la viudez, Paulinas, Madrid 1989, p. 81

[x] M. Gomez Sancho, El sacerdote: necesidades espirituales, en (M. Gomez Sancho) Cuidados paliativos: Atención integral a enfermos terminales, ICEPSS, Las Palmas 1998, p.801.

[xi] J.F. Malherbe, Hacia una ética de la Medicina, San Pablo, Santafé de Bogotá 1993, p. 73.

[xii] H. Küng, J. Walter, Morir con dignidad. Un alegato a favor de la responsabilidad, Trotta, Madrid 1997.

[xiii] J. Gafo, Eutanasia y ayuda al suicidio, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999, p. 121-122.

[xiv] M. De Hennezel, La muerte íntima, Plaza & Janés, Barcelona 1996, p. 184.

[xv] A.-M. E. R. Tausch,  Allora potrò “partire” serenamente, Città Nuova, Roma 1994, p. 103.

[xvi] M. De Hennezel, J.Y. Leloup, o.p., p. 70.

[xvii] H. Vorgrimler, El cristiano ante la muerte, Herder, Barcelona 1981, p. 84-85.

[xviii] S. Cassidy, La gente del Viernes Santo, Sal Terrae, Santander 1982, p. 87.

[xix] J.C. Bermejo, Acompañar al enfermo, perspectiva pastoral, en (AAVV) Vivir sanamente el sufrimiento, EDICE, Madrid 1994, p. 128.

[xx] A. Tornos, Cristo ante los moribundos, en (ALVAREZ O’CONNOR, BRUSCO) Morir con dignidad. Acercamiento a la muerte y al moribundo, Marova, Madrid 1976, p. 212.

[xxi] A. Pronzato, Todo corazón para los enfermos. Camilo de Lellis, Sal Terrae, Santander 2000, p. 365.

 

 

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