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El valor terapéutico del contacto corporal

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2002

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Me doy cuenta del inmenso poder que tiene el contacto corporal. Cuando toco, soy consciente de que a través de las manos puedo transmitir un sinfín de emociones.Puedo vehicular mucha energía. Con ellas soy capaz de comunicar mucho más que con mil palabras. Cuando acaricio, la piel se convierte en transmisora de confianza, fortaleza, proximidad, reconocimiento, respeto, consideración.

Utilizar el contacto corporal en las relaciones de ayuda es un arte. Como lo es escuchar, utilizar la palabra y la mirada y todos los recursos personales que tenemos para relacionarnos y apoyarnos en medio de las dificultades.

El manejo del cuerpo entero como recurso para acompañar en la debilidad ajena requiere educación. De hecho, hay personas que han sido educadas a no tocar, a la distancia. Su tipo de relación suele ser percibido como frío, poco humano. A veces, incluso, reaccionan como erizos al sentir la proximidad de otro.

El arte de usar el contacto corporal como recurso en la relación de ayuda está en estrecha relación con la armonía de éste con el resto de los modos de comunicar. Cuando abrazar, agarrar el brazo, acariciar la mejilla, apretar la mano, dar un beso, o cualquier otra forma de contacto corporal, van acompañados de la mirada libre y sostenida, el contacto visual se convierte en tanto o más poderoso que el que se produce simplemente a través de la piel.

Un consuelo tangible

La literatura de la Gecia y la Roma clásicas desarrollaron el consuelo como un conjunto de argumentos que se ofrecían al doliente en forma de simples cartas o de tratados filosóficos. Del conjunto de los argumentos que se utilizaban, eran frecuentes los que hacían referencia al hecho de que todos los hombres son mortales, que lo importante no es vivir mucho sino virtuosamente, que el tiempo cura todas las heridas, que lo perdido era sólo prestado, etc. Eran lugares comunes a los que se acudía por la vía de la razón y de la generalización para ayudar en el dolor.

Este tipo de ayuda se presentaba poniendo, normalmente, a la razón como consolador supremo. No obstante, Séneca considera “el afecto de los familiares como principal fuente de confortación”. Y los viejos consoladores cristianos, aún recurriendo a argumentos paganos, pudieron renovar el género por la importancia que daban a la emoción y por las fuentes de su inspiración, que eran a la vez bíblicas, éticas y místicas.

Hoy estamos lejos de la tradición estoica, seguida por Cicerón, que concibe los sentimientos y las emociones como desórdenes del alma y a las personas por ellos afectadas, poco prudentes y poco sabias. Pero quizá no estamos todavía tan lejos de la tradición que llevaba a ayudar con frases hechas.

El afecto sincero, comunicado entrañablemente con nuestros sentidos, con nuestro cuerpo, (que no son enemigos de la la razón), son un camino muy apropiado para acompañar a quien sufre, siempre que este lenguaje se utilice con libertad,  responsabilidad y sagrado respeto.

Abrazar

Sí, el contacto corporal tiene mucho poder. A través de él somos capaces de comunicar muchos significados. Tocarse puede ser también algo frío y rutinario, como lo son muchos de los saludos. Pero tocarse puede suponer comunicarse afecto íntimo y gozoso, acoger tangible y epidérmicamente la vida del otro que se hace próxima.

El abrazo sincero, el abrazo dado en medio del dolor (como en medio del placer) implica comunión, permite hacer la experiencia de romper la burbuja dentro de la cual nos podemos esconder o aislar.

El abrazo auténtico, el que no deja “agujeros” entre uno y otro porque aprieta al darse, el que no se da al aire, recoge la fragilidad, disminuye la virulencia de muchas situaciones de sufrimiento, mata la soledad que mata, sostiene en la debilidad, rompe la distancia que duele allá en el corazón, libera, ensancha.

Quizás sea éste abrazo una de las experiencias más intensas de trascendencia y de vida. El que abraza y es abrazado está vivo, acoge y es acogido, sale de sí y es recibido, recibe y se deja acoger. El abrazo es un modo de contacto corporal denso, quizás difícil de vivir en medio del dolor. Puede resultar incómodo por dejarnos desprotegidos, por la desnudez emocional que le suele acompañar, pero nos pone en relación íntima y acogedora y descarga sobre nosotros y sobre el otro emociones fuertes: la gran satisfacción de la cercanía y la reconfortante comunión.

Lo mismo que abrazar libera y relaja de tensiones, también compromete. Implica una apuesta por el otro. Tanta proximidad no deja indiferente. Me doy cuenta de que cuando abrazo de verdad me comprometo a caminar con el otro por los senderos de su mundo interior. Por eso, para que el abrazo sea terapéutico, ha de ser sincero, ha de estar en consonancia con lo que realmente se siente y no una formalidad.

En todo caso, el significado total del abrazo nos trasciende; es difícil conocer y manejar todo lo que se mueve en nosotros en él. Paul Ricoeur lo diría así: cuando dos personas se abrazan, no saben lo que hacen; no saben lo que quieren; no saben  lo que buscan; no saben lo que encuentran.

Acariciar

Así también, apretarse las manos, acariciar, es una experiencia que levanta el ánimo, reconstruye a la persona, sobre todo si en las manos está el corazón.

Me gusta recordar que San Camilo de Lelis, experto en la atención en el sufrimiento, les decía a sus compañeros hace cuatro siglos: "más corazón en esas manos, hermanos". Y es que las manos, el contacto corporal, tienen mucho poder cuando en ellas está puesto el corazón tierna y entrañablemente.

Acariciar, tocar en medio del sufrimiento –sobre todo cuando éste es intenso y sus manifestaciones visibles- permite licencias que no se dan en otros contextos. Aquí la caricia está llena de significado solidario, de comunicación generosa, de libertad y compromiso.

Quien sabe acariciar comunica ternura; sabe de la dureza de la vida y le pone blandura; conoce el peso del sufrimiento y recoge y alivia parte de él; sabe de la incomprensibilidad absoluta de la elaboración personal y única de la experiencia ajena y entrega una dosis de comprensión concreta; entiende de soledades y suaviza el desierto con presencia.

Besar

También besar humaniza la relación. No se puede hacer en todo momento ni en cualquier contexto. Si el beso es dado sinceramente y no como pura formalidad, es también un compromiso de proximidad.

Quien besa de verdad, quien con sus labios toca (¡cuántos besos dados al aire!) la piel de otra persona, comunica calor, comunica aprecio, comunica aceptación, expresa familiaridad y confianza. Quien toca con sus labios la carne de otra persona, se aproxima a ella y en ella se encarna. Acepta la tarea de no escaparse por el mero ámbito de la racionalidad y mantenerse con los pies en tierra, en la realidad asumida en que cada uno se encuentra.

El beso, además de al aire, insulso, intangible y frío, puede ser también traidor. Este es justamente el contrario a aquél que se da en medio del compromiso recíproco por aceptar, apoyar, aproximar y decidir entrar con familiaridad en la extrañeza de la otra persona.

Quizás el significado del abrazo más fuerte, de la caricia más suave y del beso más tierno pueda ponerse todo junto en una mirada envolvente, serena y entrañable que –sin escapar de nada- sostenga a quien –como yo mismo- se reconoce y vive en la fragilidad.

 

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