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Voluntariado y salud

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2011

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Abstract

Vivir y caminar juntos en medio del sufrimiento generado por la enfermedad, la proximidad de la muerte y el duelo es una experiencia que requiere una especial sabiduría, la sabiduría del corazón que nos aproxima con potencial humanizador. Con el corazón en las manos podemos acompañar y reconocernos sanadores heridos. Podemos contemplar el misterio del dolor que, en el mejor de los casos, se convierte en semilla de crecimiento o resiliencia. Regalar escucha, en el mundo de la salud es convertirse en fármaco humanizador.

En los últimos años parece que estamos asistiendo a un particular interés por el tema del voluntariado. No es en absoluto un tema nuevo. Desde siempre la sociedad, la Iglesia, han estado atentas a las injusticias que se producen en su seno y en su entorno y preocupadas por la asistencia a los débiles, también desde el movimiento solidario voluntario, y en particular en el mundo de la salud y de la enfermedad.

En diferentes contextos estamos encontrando incentivos a la generación de grupos de voluntarios, así como legislación en torno a la misma y obligación a desarrollar programas tendentes a la integración de personas en situación de vulnerabilidad, marginación o exclusión, con personas voluntarias. Y sucede esto también en países donde el problema del paro es importante.

Sentido del voluntariado

Cabe preguntarse sobre el verdadero sentido del voluntariado y su función en una sociedad como la nuestra. No falta quien ha reflexionado sobre el tema, así como no faltan quienes promueven el voluntariado sin una visión clara de su significado, de su naturaleza, de sus funciones, de su organización, e incluso de la legislación actual al respecto.

Reflexionar sobre el voluntariado requiere estar atentos a los posibles disfraces de la verdadera solidaridad, a las posibles falsas motivaciones en la promoción del mismo, a la posible búsqueda del mero placer de ser voluntario por los sentimientos que produce de apagamiento de la angustia que genera la conciencia del sufrimiento ajeno y de la injusticia. Reflexionar sobre el voluntariado supone superar la tentación de una fácil búsqueda de logros o fines sin cuestionarse sobre la validez de los medios....

En la actualidad es necesario, como subraya García Roca[1], dar un paso adelante en el proceso histórico del movimiento voluntario, hacia una lógica de la inclusión y no de la escisión. En efecto, el voluntario tradicional ha sido víctima de las grandes escisiones producidas por la modernidad cultural: la fractura entre la razón y el sentimiento, entre el interés y la gratuidad, entre la teoría y la práctica, entre el deber y el amor, entre la organización y la espontaneidad...

El voluntariado tomó partido por uno de los dos términos de cada par: el sentimiento, la gratuidad, la práctica, el amor, la espontaneidad. El riesgo de ello es abandonar la razón, el interés, la teoría, el deber y la organización. El voluntario podía vivir un intenso sentimiento altruista sin preocuparse demasiado de si era o no acorde con la racionalidad; le bastaba con el amor, aunque éste se ejerciera en menoscabo de los derechos; apostaba por la espontaneidad, con menosprecio evidente de la cultura de la organización, elegía la acción concreta, sin preocupación alguna por la globalidad, tal como analiza García-Roca.

Mientras que el voluntariado tradicional se asentó en uno de los escenarios creados por la escisión de la modernidad, el voluntariado actual acepta como uno de los mayores desafíos recrear su propia lógica más allá de esta separación y polarización. El voluntariado de hoy ha de renunciar a tener que elegir entre la razón y el sentimiento y, en su lugar, intentar poner sentimiento en la razón y razón en los sentimientos; debe renunciar a tener que elegir entre interés y gratuidad y, en su lugar, desarrollar esa zona en la que el máximo interés humano es la gratuidad, y ésta solo se enraíza en la condición humana si se descubre como interés propio. El voluntariado no está obligado ya a defender la espontaneidad de la voluntad frente a lo organizativo.

Esta transición constituye la principal tarea de las organizaciones voluntarias que quieran asumir los retos de hoy. Como todo cambio, se está realizando a través de un proceso de maduración que afecta a las motivaciones personales, a su condición política, a los referentes culturales y a su estatuto organizativo.

Solidaridad como encuentro

Nuestro empeño es reflexionar teniendo como telón de fondo la solidaridad como encuentro y el voluntariado como expresión de la solidaridad.

John Sobrino nos ha recordado que, siguiendo el consejo de Kant, no sólo hay que despertar del sueño dogmático para atrevernos a pensar por nosotros mismos, sino que en el momento actual es preciso despertar de otro sueño, el sueño de la cruel inhumanidad en la que vivimos como sin darnos cuenta, con el fin de pensar la verdad de las cosas tal y como son, y así, actuar de otro modo. La solidaridad como encuentro, en efecto, significa, en primer lugar, la experiencia de encontrarse con el mundo del dolor y de la injusticia y no quedarse indiferente; y, en segundo lugar, significa tener la suficiente capacidad para pensar, es decir, para analizar lo más objetivamente posible la realidad de inhumanidad y de injusticia en que vivimos, sin que el peso de ese análisis nos desborde. Y vivir de modo que la solidaridad constituya un pilar básico en el proyecto de vida de quien se tenga a sí mismo por solidario.[2]

La conciencia de la responsabilidad que nace de la convicción de la respuesta personal es insustituible ante el mal ajeno, nos mueve a la compasión bien entendida, nos mueve a hacer bien el bien.[3]

El voluntariado constituye la expresión de la solidaridad que tiene como empeño movilizar a la sociedad civil, no como estrategia política frente al Estado o al mercado, sino como modo de enriquecer el potencial ético de los grupos y personas que forman la sociedad. Ante todo, somos miembros de esta sociedad civil "que alcanza desde la familia, la amistad o la vecindad, la Iglesia, las cooperativas o los movimientos sociales, a todo aquel espacio de asociación humana sin coerción y al conjunto de la trama de relaciones que llenan ese espacio."[4]

Expertos en humanidad

El voluntario es, ante todo, un experto en humanidad. Es ahí donde radica su fuerza. La fuerza del voluntariado sigue estando en el superávit de humanidad y en la plusvalía del factor humano. La riqueza de humanidad es un compromiso con las capas débiles y los sujetos frágiles, que finalmente configura la propia personalidad del voluntario. Quien tiene la cualidad de la humanidad mira, siente, ama y sueña de otra manera. La riqueza de humanidad transforma y cualifica la propia sensibilidad personal: no mira para poseer, sino para compartir la mirada; y, en lugar de creer que el individualismo posesivo es la última palabra, piensa que sólo la sociedad cooperativa, convivencial, accesible, participativa, en la que se puede vivir juntos, es digna de ser deseada.

Reflexionar sobre el voluntariado en el mundo de la salud en nuestra historia, nos debería llevar a algunos referentes que quizás son poco conocidos, pero pueden ilustrar algunas conductas al pensar y atender a las personas enfermas, discapacitadas, en procesos de recuperación o de paliar los síntomas al final de la vida. Camilo de Lellis, fundador de la Orden de los religiosos camilos, conocidos en algunos momentos de la historia (y aún en ciertos países), como “los padres de la buena muerte”, puede marcarnos un sendero.

San Camilo, patrono de los enfermos, hospitales y enfermeros,  exhortaba a sus compañeros a poner “más corazón en las manos”. Eran tiempos (el siglo XVI) en que en los ambientes en que él se movía, los enfermos al final de sus vidas, si no era en sus casas, eran atendidos en condiciones que hoy son inimaginables en el primer mundo, pero que se mantienen o están peor aún en la mayor parte de la tierra. La frase de Camilo (“más corazón en las manos”) constituía y constituye un reclamo a seguir la sabiduría del corazón y humanizar el mundo de la salud y del sufrimiento humanos.

De este hombre, Pronzato ha escrito, por ejemplo: “ante sus ojos, en la penumbra, se presentan las escenas más alucinantes. Gente que mastica paja. Un hombre que se deja morir teniendo como almohada el cadáver de su propio hijo. Camilo tiene la impresión de que el pecho le va a estallar. Es la amenaza, según la expresiva frase del primer biógrafo, de un “rompimiento de corazón”.”[5] “Se pasaba casi toda la noche en coser jergones y en llenarlos de paja, para que los pobres no tuviesen que dormir en el suelo. Y también de noche cocinaba chucherías para despertar el apetito de los enfermos más inapetentes. Frecuentemente se le veía llorar. Aparecía más triste y angustiado de lo ordinario. Debería estar habituado a aquellos espectáculos horrendos. Pero no consigue acostumbrarse a ellos”.[6] Efectivamente, hombre de sabiduría del corazón, humanizador del final de la vida. Trazó un itinerario que bien podría iluminar una buena ética para el voluntario en el campo de la salud, no sólo con esas actitudes suyas, sino evocándonos también a cuantos sufren aún en esas o similares circunstancias.

En efecto, en la tradición bíblica, así como en la poesía griega, el corazón es el que regula las acciones. En él se asienta la vida psíquica de la persona, así como la vida afectiva, y a él se le atribuye la alegría, la tristeza, el valor, el desánimo, la emoción, el odio; es el asiento de la vida intelectual, es decir, es inteligente, dispone de ideas, puede ser necio y perezoso, ciego y obcecado; y es también el centro de la vida moral, del discernimiento de lo bueno y lo malo.

En hebreo, el corazón es concebido mucho más que como la sede de los afectos. Contiene también los recuerdos y los pensamientos, los proyectos y las decisiones. Se puede tener anchura de corazón (visión amplia, inteligente) o también corazón endurecido y poco atento a las necesidades de los demás. En el corazón, la persona dialoga consigo misma y asume sus responsabilidades. El corazón es, en el fondo, la fuente de la personalidad consciente, inteligente y libre, la sede de sus elecciones decisivas, de la ley no escrita; con él se comprende, se proyecta.

Es el corazón, el motor del voluntariado que, movido a compasión ante el enfermo, el anciano, el que se encuentra al final de la vida, se mueve hacia el prójimo con vocación de alivio. Este corazón encarnado en el espíritu del voluntario competente en el mundo de la salud puede ser una confrontación para el mundo de la medicina. Albert Jovell está reclamando la complementariedad de la medicina basada en la evidencia con la medicina basada en la afectividad,[7] así como no nos ha faltado quien, como Laín Entralgo, presentó un modelo de interacción que no dudaba en calificar de amistad, la amistad médica.[8]

Poner más corazón en las manos, como quería San Camilo significa, en el fondo, que allí donde haya una persona que sufre, haya otra que se preocupe de él con todo el corazón, con toda la mente y con todo su ser. El deseo de Camilo expresado tantas veces por los que intentamos seguir su ejemplo, de poner “más corazón en las manos” podría ser lema para la humanidad, reforzando y cualificando el voluntariado.

Pero no un corazón endurecido, tembloroso, engreído, airado, desmayado, desanimado, desfallecido, torcido, perverso, seco, terco, negligente, amargado, triste, envidioso… como también es descrito el corazón, si recorremos la Sagrada Escritura, llegando a hablar incluso de la capacidad de vivir “con el corazón muerto en el pecho y como una piedra”.

Se trata, pues, de promover una cultura en la que en las manos y en la mente de los hombres y de las mujeres que cuidan al final de la vida, haya un corazón apasionado, capaz de discernir el bien,[9] genuinamente recto, un corazón dilatado por la creatividad de la caridad, un corazón reflexivo y meditativo, capaz de guardar en él la intimidad ajena y custodiarla con respeto, un corazón que haga sentir su latido y su estremecimiento ante el sufrimiento ajeno, un corazón inteligente donde se discierne la voluntad de Dios, un corazón herido también a la vez que sanador[10], firme y vigilante, en el que se fraguan los mejores planes y donde se cultiva la mansedumbre, un corazón inteligente y tierno, como lo sería el de una madre que tuviera que cuidar a su único hijo enfermo, como también decía San Camilo.

Educar el corazón

La escuela ha enseñado siempre a sumar y restar, a leer y escribir, literatura e historia. Pero más raramente ha enseñado y enseña a manejar el complejo mundo de los sentimientos, a aprovechar su energía para utilizarla correctamente conforme a los valores, a afrontar conflictos de manera saludable, a plantearse preguntas por el sentido último de las cosas, a tomar decisiones ponderadas, a hacer silencio... Y resulta que nuestro desarrollo personal, nuestro modo de vivir la enfermedad y el sufrir, está en estrecha relación con el mundo de los sentimientos, de los valores, del sentido.

La cordialidad, el calor humano, la amabilidad, la cercanía, la familiaridad, la capacidad de manejar bien los sentimientos, la empatía, saber resolver conflictos resolutivamente, plantearse la pregunta por el sentido último de las cosas, conducir la conducta desde los valores, esas cualidades por todos deseadas para nosotros mismos y los demás son elementos de lo que entendemos por inteligencia espiritual[11]. Pero no solo: la capacidad de silencio, de asombro y admiración, de contemplar y de discernir, de profundidad, de trascender, de conciencia de lo sagrado y de comportamientos virtuosos como el perdón, la gratitud, la humildad o la compasión son elementos propios de lo que entendemos por inteligencia espiritual[12].

Todos estos aspectos reflejan sabiduría del corazón, de ese corazón que tiene razones que a veces la razón no entiende y que tan importantes son en el mundo de la enfermedad y del sufrimiento. La formación del corazón constituye un reto universal para humanizar este mundo. El voluntario es agente privilegiado de este proceso.

Fue especialmente Daniel Goleman[13] quien, en 1995, convirtió el tema en periodístico   y lo divulgó con éxito, consiguiendo un gran impacto mundial. Benedicto XVI en Deus Caritas Est, dice claramente que los agentes de la acción socio-caritativa de la Iglesia han de prestar una particular atención a la formación del corazón. Dice: “Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una «formación del corazón».”[14]

Conscientes de que la sabiduría no se agota en el desarrollo de la inteligencia intelectiva, Goleman propone el marco de la inteligencia emocional como un conjunto de competencias intrapersonales y un conjunto de competencias interpersonales. Son, al fin y al cabo, “competencias blandas” que contribuyen a que la persona se desarrolle de manera exitosa y aumente la potencialidad de ser feliz consigo mismo y con los demás. El voluntario, como también el profesional de la salud y de la intervención social, ha de prestar una particular atención a esta formación tan específica.

En realidad, Goleman no se inventaba nada. Zubiri había escrito varios volúmenes titulados “Inteligencia sentiente” y bien es sabido, que la inteligencia, que solemos asociar a las capacidades de memoria, relación de conceptos e información, capacidad de adaptarse a situaciones nuevas, habilidad para resolver situaciones… está muy relacionada con el modo como manejamos nuestros sentimientos.

El modelo de Goleman propone la inteligencia emocional como un conjunto de competencias personales (autoconocimiento, autocontrol emocional y capacidad de automotivación) y un conjunto de competencias sociales (empatía y habilidades sociales). Un marco amplio de ingredientes educables que hace a las personas más o menos sabias, capaces de sacarle sabor a la vida afrontando de manera inteligente los conflictos y adversidades. Una parte de nuestro cerebro, la derecha, que hemos de conformar, lo mismo que cultivamos la más relacionada con la racionalidad intelectiva (la izquierda).

No se trata de exaltar el mundo de los sentimientos en detrimento de la razón como contrapartida al error en el que tradicionalmente hemos caído: el alto inteligir y las bajas pasiones. No. Se trata de ser conscientes del gran influjo que los sentimientos tienen en la vida personal y social y de la importancia de trabajar sobre ellos en el acompañamiento como voluntarios en el mundo de la salud y de la enfermedad.

Se trata de humanizar las relaciones con uno mismo y con los demás para hacerlas más eficaces, más en sintonía con nuestra condición humana de seres vulnerables y apasionados, con corazón que palpita y habitado de anhelos y vibraciones al son de estímulos internos y externos.

A veces pensamos que hablar de los sentimientos es presentarse vulnerable ante los demás. Y, sin querer, podemos entablar relaciones frías. La frialdad, indiferencia o ritualización de la relación despersonalizan y merman la confianza y la eficacia de las relaciones humanas y, en particular, de quienes voluntariamente acompañan el sufrimiento en el mundo de la salud.

Cordialidad, espiritualidad y profesionalidad

Puede que en el imaginario cultural exista la idea de que cordialidad y profesionalidad son algo opuesto, y que para ser un buen voluntario que dure en el tiempo en el mundo del sufrir, haya que manifestarse frío, distante, serio y riguroso en las relaciones. De lo contrario, seríamos blandos y tolerantes, no exigiríamos el cumplimiento de las normas y nos podrían tomar poco seriamente.

Puede que en el imaginario cultural la dimensión espiritual quede relegada a lo privado y reducida a lo religioso y, por tanto, opcional en el voluntario.

Como si la afabilidad y la blandura, la afectividad claramente manifestada, el interés por la persona entera y no sólo por los datos, la capacidad de perdonar y tomar decisiones en base a valores, el arte de trascender lo que los sentidos ven, disminuyeran la capacidad de procesar con rigor la información que a las ciencias le permiten desvelar la verdad y procesarla adecuadamente.

Parecería que es poco serio ser afectuoso y hablar de espiritualidad. Si técnica y humanidad, ciencia y afecto, inteligencia intelectiva e inteligencia espiritual estuvieran reñidas, la humanidad no existiría; el animal no se habría hominizado. Lo que sostiene a la humanidad no es otra cosa que el corazón, el corazón interesado por el otro, particularmente por el otro vulnerable.

Cabe la sospecha, en todo caso, de que cuando no nos mostramos afectuosos en el trato, cuando nos interesamos por la vida del espíritu (la vida interior y su reflejo externo), sea porque tenemos miedo a ser mal interpretados, y nos refugiamos entonces en la frialdad, en la limitación del interés por los datos, por la ley, por la norma; no tanto de manera malintencionada, sino por los propios límites y la dificultad de manejar los propios sentimientos, los propios valores y las convicciones más hondas.

Un buen reto para trabajarse la inteligencia espiritual, de la que cada vez se habla más, es formarse en el ámbito de la comunicación y las relaciones de ayuda.

No es menos importante tomar conciencia de los caminos de acceso a la dimensión trascendente, tal como nos los presenta Durkheim: la naturaleza, el encuentro, el arte y el culto. De aquí que educar la dimensión espiritual tenga que ver con acompañar a admirar y respetar la naturaleza, cuidarla y señorearla con sagrado respeto. Educar la dimensión espiritual tiene que ver con construir encuentros significativos, superando la tentación de matar el tiempo, cuando todos anhelamos profundamente tiempos de calidad. Educar la dimensión espiritual tiene que ver con cultivar la dimensión artística, la expresión simbólica que tan fácilmente nos permite trascender, ir más allá de los sentidos. Educar la dimensión espiritual consistirá también en humanizar los ritos –sagrados y profanos- para que éstos cumplan su función de expresión de aquello que no logramos comunicar con meras palabras o discursos racionales.

El tiempo dedicado expresamente en el voluntariado en salud a explorar la naturaleza, a pensar y escudriñar el significado del encuentro interpersonal, a contemplar, disfrutar y expresarse con el arte, así como a participar activamente y preparar diferentes tipos de ritos, será una inversión fantástica para acompañar a crecer espiritualmente.

Humanizar las relaciones

Poner más corazón en la mente, en el modo de pensar, así como en el modo de hacer, constituye una propuesta humanizadora para comprender el significado del voluntariado en el mundo de la salud.

Hablar de inteligencia espiritual es hablar de humanización. Nada hay más genuinamente humano que la dimensión espiritual. Es lo que nos distingue del resto de los seres vivos. Por eso, educar en inteligencia espiritual, para nosotros, los cristianos, significa humanizar. Y humanizar no pretende ser otra cosa que el deseo de evangelizar cuanto tiene que ver con la vida, especialmente cuando ésta se encuentra en su vulnerabilidad y requiere de la expertía y de la solidaridad de los demás.

Humanizar no pretende ser otra cosa que salir al paso de la lamentación universal de deshumanización de la cultura, de los pueblos, de la política, de la sociedad, de la educación, de los diferentes ámbitos de la vida[15]. Porque la deshumanización es justamente la pérdida de la dimensión espiritual del ser humano.

La lamentación por la deshumanización es universal, pero también lo es el reclamo de una sociedad más humana. Lo es en los países desarrollados como en los que se encuentran en vías de desarrollo. Se trata de buscar los valores genuinamente humanos y evangélicos que, puestos al servicio de la persona, construyan justicia y generen relaciones sanas en las distancias cortas y en las largas. Educar a la solidaridad, al perdón (y no al rencor), a la paz, al respeto por la naturaleza, al amor por el silencio y la contemplación, es construir un mundo más a la medida de nuestra condición.

Humanizar no quiere ser otra cosa que promover relaciones de las que se pueda decir que están realmente centradas en la persona, respetándola de manera sagrada y considerándola de forma integral. Y no habrá consideración integral de la persona sin tener muy presente la vida del espíritu, la vida de la capacidad de trascender y de reconocerse seres morales.

Humanizar es un objetivo compartido por gran parte de la humanidad, por el que han trabajado y trabajan en realidad todas las instituciones con motivaciones religiosas y otras laicas. Compartiendo este proyecto, el voluntario cristiano tiene una fuente (el Evangelio), referentes esenciales (muchos fundadores carismáticos), un estilo particular que hace que se nos conozca y se nos asocie e identifique como del buen vino se distingue su buquet.

Pero es cierto también que a veces, más que personas y grupos caracterizados por gran humanidad, somos descritos por personas frías, rígidas, llenas de normas y tradiciones arcaicas, difíciles para las relaciones simétricas, autoritarias, dogmáticas, poco abiertas al diálogo y a los cambios. A veces ha sido precisamente la religión, o la perversión de la religión, lo que ha deteriorado el cultivo de la verdadera dimensión espiritual.

¿Qué decir de personas o grupos donde los horarios esclavizan, generan culpa; donde las normas no favorecen el crecimiento de los individuos, donde la fe no es fuente de gozo y liberación, donde la autoridad es más ejercicio de poder que garantía de servicio, donde los afectos son zona prohibida (reprimida), donde disfrutar es mal visto y sacrificarse es la virtud esencial sin conectarla con el amor?

El voluntario, que siempre tiene que crecer en sabiduría y en humanidad, tanto individualmente como en los grupos organizados, ha de ser una creativa escuela del corazón. Que a la sombra de nuestro testimonio, a la luz de nuestro rostro, al amparo de nuestros quehaceres, muchas personas se preguntaran de qué estamos habitados, de qué está hecho nuestro corazón para ser capaces de sorprender con tanta blandura y misericordia.

Agua para el desierto del corazón

Recientemente una mujer me abrió su corazón. Sí, me contó que su marido había fallecido por una enfermedad, dos de sus hijos también y otro se había suicidado. Ahora entregaba su vida al cuidado del único hijo que le quedaba, también enfermo. Y su corazón, no estaba desierto. Estaba herido, sí, lleno de cicatrices, pero ni muerto ni desierto. Me buscaba como voluntario para que la acompañase a cicatrizar su corazón.

El relato espeluznante de la cantidad de pérdidas experimentadas por aquella mujer hace que surja la pregunta: ¿cómo es posible que en esta situación una mujer se mantenga en pie y su corazón no esté declarado en ruina total? Parecería que todo daría razón suficiente para pensar en un corazón desierto, amargado, desgastado, desesperanzado. Y no. Aquella mujer es un chorro de agua viva para cuantos, con más facilidad, nos desanimamos. Así la veo. Y es que, el voluntario puede realmente aprender de la experiencia del encuentro con el que sufre.

Dicen los expertos del proceso de desertización al que estamos asistiendo que una parte se debe a causas naturales, es decir, a la transformación de tierras usadas para cultivos o pastos en tierras desérticas o casi desérticas, con una disminución de la productividad del 10% o más. La desertización es severa si la pérdida está entre el 25% y el 50% y muy severa si es mayor. Este proceso de desertización se observa en muchos lugares del mundo y es una amenaza seria para el ambiente y para el rendimiento agrícola en algunas zonas.[16]

Pues bien, algunas personas asisten a un proceso natural de desertización afectiva de su corazón. Una y otra pérdida de afectos, experimentada de manera acumulativa, deja la tierra fértil de alegría, de felicidad, de estímulos, de afectos, en una situación depresiva, de apatía, con escasos recursos capaces de dar sentido a la vida.

Pienso en las víctimas de los accidentes que pierden a varios seres queridos de manera imprevista, en las víctimas de las catástrofes naturales, que no sólo pierden seres queridos, sino también bienes y referentes, como la casa, el trabajo, y tantas cosas juntas.

Afortunadamente hoy somos más sensibles a la necesidad de estas personas de recibir ayuda. Expertos de diferentes ONGs y otras organizaciones se preparan para intervenir en estas catástrofes no sólo en términos asistenciales, sino también en clave de ayuda psicológica para elaborar el impacto y sostener en el post-impacto. En este contexto se mueven muchos voluntarios.

Esa sensación de desolación o de desierto en el corazón que uno puede experimentar en medio de una catástrofe que le afecta directamente es paliada por la intervención de estas personas si saben empatizar bien y manejar bien las diferentes variables. En medio del desierto interior, algunas gotas frescas permiten la supervivencia emocional en tan dramática situación.

El proceso de desertización al que asistimos en el mundo, a veces no es causado por agentes naturales. Cuando está provocado por la actividad humana se le suele llamar desertificación en lugar de desertización, producida por el mal uso del suelo, del agua, por la tala de árboles, etc.

Así también en el corazón humano podemos asistir a procesos de desertificación. Pienso en las personas, jóvenes y mayores, que no encuentran fuentes en las que beber, que no se sienten queridas, que acarician una y otra vez la idea del suicidio por no haber amor suficiente en su vida, que deambulan solas por las calles o que se convierten en transeúntes consumidores de ayudas puntuales.

Pienso en el corazón casi desierto de quienes no encuentran alguien que les escuche, alguien con quien compartir los sufrimientos cotidianos, los desvelos que la vida acarrea, en las familias en las que no encuentran la forma de compartir algo de lo que habita el corazón a jóvenes y mayores.

Me vienen a la mente enfermos, mayores y discapacitados sin el soporte emocional necesario para sentir que son algo más que un cuerpo estropeado de manera transitoria o definitiva. Solos en el desierto de la habitación de un hospital, de un centro de acogida u otra institución, solos en medio de un grupo, de un aula, de una multitud...

No me olvido de tantas personas que viven en un vergel natural, rico en tierra fértil, en agua, pero en el desierto de la comunidad que utiliza recursos para vivir dignamente, para sanar las enfermedades curables, para afrontar las inclemencias de la naturaleza. Es el desierto de tantos países verdes y bellos, pero desterrados de algunas aguas que ayudan a vivir con dignidad.

También para las víctimas de esta desertificación hay personas que, movidas por la justicia o por la solidaridad, salen al paso de la sed de relación significativa y de ayuda con escucha y apoyo, con recursos materiales y personales.

En estos contextos de voluntariado, la relación hace crecer verdes ramas en el corazón humano si los estilos de ayuda no se reducen a un puro asistencialismo, sino que promueven una consideración holística de los demás y de sí mismos. El que intenta ayudar, cualquiera de nosotros, damos de beber al corazón sediento cuando contribuimos a que la vida tenga sentido porque las relaciones que entablamos lo sugieren.

El voluntario: artesano de la escucha

Nunca será suficientemente subrayada la importancia de la escucha y su profundo significado. Es milagrosa, admirable. Eso quiere decir, en primera instancia, algo milagroso: algo digno de ser admirado.

Recuerdo, efectivamente, el milagro del proceso seguido por esa joven anoréxica que había recorrido todos los expertos de la ciudad durante cinco años. Una voluntaria adiestrada le ha regalado horas de escucha y relata el milagro del vaciamiento interior, de liberación del sufrimiento que la oprimía: joven de 30 años, inteligente, hermosa, artista con los dedos al piano, pero con su historia de abuso sexual por parte de su padre durante años. Necesitada, sobre todo, del milagro de la escucha, de la acogida que reconstruye a la persona, de la proximidad que genera, de la complicidad que refuerza, de la relación sana que cura.

Digno de admiración el efecto de aquella tarde en la que, hablando con una mujer, después de constatar que sufría mucho y no terminaba de producirse el desahogo, duró el silencio más de quince minutos. Silencio en un despacho del Centro de Escucha San Camilo, con Marta. Tiempo interminable en el que aquella mujer entrañable, Marta, voluntaria del Centro de escucha, rezaba secretamente pidiendo ayuda para quien no hablaba, pero sin romper el silencio. Y este se rompió: no tenía hijos y lo deseaba, en el seno de su matrimonio. Y se sentía culpable de no tenerlos. Finalmente, tras el silencio que quiero imaginar interminable, explotó: había abortado hacía años y sentía que Dios la estaba castigando. La disposición de la escucha produjo una liberación tan trabajosa que se diría que retiró de sobre sí el peso de una verdadera losa.

Esta persona, me cuenta Marta, estaba muerta y ha resucitado. No duda en decirlo con estas palabras. Con la escucha y sus momentos mágicos se producen estas resurrecciones maravillosas. Yo creo en ellas.

Pero ¿qué tiene la escucha? “Es uno de los inventos capaces de transformar la humanidad”, decía Marta al iniciar la sesión de clausura de uno de esos magníficos talleres de formación para voluntarios en salud. Uno de los inventos tan potentes como el fuego y la rueda. Y estaba tan convencida como yo.

La escucha tiene el poder de sacar a la luz la vida que enterramos en las tinieblas del miedo a ser juzgados. La escucha libera de la soledad emocional en la que nos morimos cuando no somos capaces de compartir lo que atenaza nuestro corazón. La escucha ilumina los oscuros senderos que hemos construido con nuestros pensamientos irracionales, dando con ellos alimento a los sentimientos que tanto nos hacen sufrir secretamente. La escucha ensancha los pulmones a quien se ahogaba en su propia respiración contenida. La escucha relaja los músculos de la rigidez de lógicas que no nos dan paz en el alma.[17]

La escucha es esa linterna que permite iluminar la piedra en la que se puede caer o en la que se ha caído y se quiere retirar del camino. La escucha es ese ungüento que alivia las durezas generadas con el tiempo en zonas no acariciadas. La escucha es ese aceite que engrasa el mecanismo de la relación cuando se siente vergüenza por la propia historia. La escucha es ese pincel que vuelve a dar color al cuadro de la propia vida que se había vuelto blanco y negro. La escucha es esa varita que da el toque de magia entre dos personas que son capaces de encontrarse íntimamente y generar salud.

Quien escucha regala la propia persona al otro, su interés por él sin condiciones. Quien escucha acaricia y reconoce la dignidad de quien tiene ante sí. Quien escucha juega con todos los sentidos alrededor de una vida ya escrita, deseada de ser leída y aventurada a continuar escribiéndose. Quien escucha se mete en el hermoso lío de encontrarse de verdad con los demás y… consigo mismo reflejado.

La escucha es de arte-sanos. Hemos de reconstruir la comunicación entre las personas y reconquistar su poder terapéutico. Con la palabra, el hombre supera a los animales, pero con el silencio se supera a sí mismo si así entra en contacto consigo mismo y con los demás. La escucha es el arte de abstenerse de demostrar con las palabras que no se tiene nada que decir. Es el arte de cargar de acogida de la experiencia ajena, personal y misteriosa, sobre las espaldas del auténtico interés.

La escucha es el arte de ejercer la humildad en relación al propio criterio o percepción del otro, la posibilidad de descubrir algo nuevo, de poner luz en algo tenebroso, de nacer o renacer en el otro, para el que podemos volver a ser o empezar a ser alguien. Me uno a aquella expresión tan fuerte de Carl Rogers: “Si un ser humano te escucha, estás salvado como persona”. Y una vez más me uno también a Zenón de Elea: “Recordad que la naturaleza nos ha dado dos oídos y una sola boca para enseñarnos que más vale oír que hablar”.

Ahí es nada, como reto para el voluntario en el mundo de la salud y del sufrimiento humanos.

Cicatrizar el corazón: voluntarios, tutores de resiliencia

Las palmeras se doblan. Esta metáfora de las palmeras, que dejan pasar los fuertes vientos, se doblan y agachan su cabeza, pero se recobran y siguen creciendo después de las tormentas, robusteciendo así su tronco su resistencia, es utilizada para hablar de la resiliencia[18]. Es un tipo de respuesta general de fortaleza ante la crisis. Pues bien, el buen voluntario es lo que hace: acompaña a afrontar las crisis y atravesarlas, si es posible, creciendo con ocasión de las mismas.

Inicialmente, la palabra usada ahora tanto en el ámbito de la psicología y la espiritualidad, procede de la física para identificar la cualidad de algunos materiales para resistir y recuperarse ante el embate de una fuerza externa. La resiliencia personal consiste en tener la capacidad de afrontar la crisis, reconstruirse y no perder la capacidad de amar, de luchar, de resistir; antes bien, potenciar los recursos interiores para luchar.

Es el arte de no dejarse arrastrar por el impacto de un mar embravecido en medio de la tempestad personal en la que experimentamos nuestra embarcación amenazada, quizás sin rumbo. La persona resiliente se mantiene y logra un nuevo rumbo aún más interesante y consistente que antes de la tormenta. No se deja arrastrar hacia donde el oleaje golpea y donde parece querer hundir la embarcación.

La persona resiliente no es invulnerable, no niega la crisis, no es impasible ante la adversidad. En el interior de la persona resiliente, bajo la aparente debilidad (la palmera que se dobla), hay una fortaleza. Ramón y Cajal decía que “los débiles sucumben no por ser débiles, sino por ignorar que lo son”.

De hecho, es sabido cómo mucho de nuestro sufrimiento con ocasión de las crisis que experimentamos, tiene su raíz no en lo que nos hiere sino en la manera en que elegimos manejar y vivir esa herida. Así es el caso del duelo[19] en el que tan importante es la acción del voluntario; eso sí, una acción –como siempre- competente.

Sabemos, por ejemplo que bajo la aparente debilidad del que llora, suele esconderse la fortaleza de quien ama. O como diría el gran médico sir William Osler, “la herida que no encuentra su expresión en lágrimas puede causar que los órganos lloren”. Y eso es enfermar.

Si nuestra forma de gestionar los sentimientos ante la crisis influye en la potencialidad resiliente, nuestra forma de pensar tiene igualmente su influjo. Nuestra respuesta mental ante la adversidad puede ser manejada de una manera positiva, optimista, de tal modo que, de la dificultad, salgamos reforzados.

La resiliencia, en último término, es el resultado de múltiples procesos que contrarrestan las situaciones nocivas o de crisis. Se trata de una dinámica en la cual se podrían señalar algunos elementos tales como: la defensa y la protección de uno mismo, el equilibrio ante la tensión, el compromiso ante lo que sucede, la responsabilidad activa, el empeño por la superación, la capacidad de dar un sentido y reorientar la propia vida en la crisis, la visión positiva en medio de la negatividad, la capacidad creativa de reacción.

Las investigaciones sobre resiliencia no dejan lugar a dudas sobre la posibilidad de educar la resiliencia: se construye a través de relaciones personales afectivas y seguras. Un enfermo, discapacitado, persona mayor dependiente que se sienta marginado, invisible o estigmatizado, probablemente tendrá un comportamiento inadecuado, habrá internalizado la sensación de “yo no puedo” y se descolgará de la vida misma. Por el contrario la misma persona, si tiene sensación de pertenencia y se siente reconocido, probablemente se esforzará y se comprometerá con la vida, la salud, los demás. He aquí el nicho ideal del voluntario: de ser tutor de resiliencia en el mundo de la salud y del sufrimiento, con esa mirada positiva, centrada en las posibilidades y no solo en las carencias.

La literatura sobre resiliencia evoca con frecuencia el caso de Tim Guénard como ejemplo de resiliencia. Cuando tenía tres años, la madre de Tim lo ató a un palo de la electricidad y lo abandonó en medio del bosque. Dormía desnudo en la casita de su perro cuando tenía cuatro años. A los cinco, precisamente el día de su aniversario, su padre le propinó una paliza brutal que lo desfiguró (le rompió las piernas y la nariz). No sabe casi ni hablar.  A los siete años, ingresa en un orfanato y padece maltrato por parte de la institución. A los nueve años, también el día de su aniversario, fracasa en su intento reiterado de suicidarse. A los once entra en el correccional después de ser acusado injustamente de incendiar el granero de una granja donde estaba acogido. A los doce se fuga. A los trece años es violado por un señor elegante de los barrios parisinos; a los catorce es prostituido en Mont-parnasse.

¿Qué hipótesis biográfica podemos hacer del futuro de esta persona? ¿Drogadicto, maltratador, violador, muerto y enterado? Tim Guénard (1958), además de ser autor del libro “Más fuerte que el odio”[20] es padre de familia con cuatro hijos. Se dedica a cuidar niñas y niños abandonados y maltratados. Ha creado la asociación Altruisme. También es apicultor y colaborador del Tour de Francia de ciclismo. Conocedor de su pasado, integrando su propia sombra, es, sencillamente, ejemplo de resiliencia. En su proceso de recuperación, en los momentos de inflexión del camino de su vida, aparecieron voluntarios que constituyeron para él tutores de resiliencia, creyeron en él, apostaron por él, le miraron en positivo.

Cuenta Carl Rogers, a propósito de la consideración positiva, que cuando era niño guardaban en su casa las patatas para el invierno en un cesto en el sótano, a más de un metro por debajo de una pequeña ventana por la que entraba muy poquita luz. Las condiciones adversas no eran favorables, pero a pesar de ello, germinaban. Sus brotes eran de un blanco enfermizo, muy diferentes a los verdes y sanos que se producen cuando se plantan en primavera. Sin embargo, esos tristes y endebles tallos llegaban a crecer cuatro o cinco palmos hacia la poca luz de la ventana. Esos brotes, dice Rogers, constituían una expresión desesperada de la tendencia a desarrollar lo positivo que hay dentro de cada persona. Jamás llegarían a convertirse en plantas, a madurar, a realizar su auténtico potencial, pero se esforzaban por hacerlo en las más adversas circunstancias.

Así también, las personas estamos habitadas de positividad que, conocida, reconocida y estimulada, constituye el mejor de los potenciales para las relaciones de ayuda que el voluntario puede entablar en el campo de la salud. El secreto está en ser artista en la tutoría de resiliencia.

[1] GARCIA ROCA J., "Solidaridad y voluntariado", Santander, Sal Terrae, 1994, pp. 89-90.

[2] Cfr. ARANGUREN GONZALO L.A., "Reinventar la solidaridad. Voluntariado y educación", Madrid, PPC, 1998, p.49. Cita a SOBRINO J., y LOPEZ VIGIL M., "La matanza de los pobres", HOAC, Madrid, 1993, p. 363.

[3] PANGRAZZI A., “Hacer bien el bien. Voluntarios junto al que sufre”, PPC, Madrid  2006.

[4] CORTINA A., "Etica aplicada y democracia radical", Tecnos, Madrid, 1993, p. 151.

[5] PRONZATO A., Todo corazón para los enfermos. Camilo de Lellis, Sal Terrae, Santander 2000, p. 178.

[6] Ibidem., p. 182.

[7] JOVELL A., Medicina basada en la afectividad, Med Clin (Barc), 1999;113:173-175.

[8] LAÍN ENTRALGO P., La relación médico-enfermo, Alianza, Madrid 1983.

[9] Cfr. ARANGUREN L.A., “Humanización y voluntariado”, PPC, 2011, p. 114-115.

[10] BRUSCO A., “El sanador herido”, en BERMEJO J.C., ALVAREZ F., “Diccionario de bioética y pastoral de la salud”, San Pablo, Madrid 2010, pp… 1570-1573.

[11] ZOHAR D., MARSHALL I., “Inteligencia espiritual”, Plaza & Janés, Barcelona 1997.

[12] VÁZQUEZ J.L., “La inteligencia espiritual o el sentido de lo sagrado”, Desclée de Brouwer, Bilbao 2010.

[13] GOLEMAN D., “Inteligencia emocional”, Kairós, Barcelona 1995; BERMEJO J.C., “Inteligencia emocional. La sabiduría del corazón en la salud y la acción social”, Sal Terrae, Santander 2005.

[14] Benedicto XVI, “Deus Caritas Est”, n. 31.

[15] BERMEJO J.C., “Qué es humanizar la salud”, San Pablo, Madrid 2005.

[16] BERMEJO J.C., “Desiertos en el corazón” en: “Humanizar”, 2006 (84), pp. 34-35.

[17] BERMEJO J.C., “Introducción al counselling”, Sal Terrae, Santander 2011.

[18] BERMEJO J.C., “La resiliencia”, PPC, Madrid 2011.

[19] BERMEJO J.C., SANTAMARIA C., “El duelo. Luces en la oscuridad”, La Esfera, Madrid 2011.

[20] GUÉNARD T., “Más fuertes que el odio”, Gedisa, Barcelona 2006.

 

 

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