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Nunca incuidables

Albert Jovell, médico, oncólogo, que murió de cáncer, que nos ha dejado en herencia una abundante reflexión en torno a claves para humanizar el mundo de la asistencia sanitaria, afirmó reiteradamente que entendía que no le iban a curar, pero no podría entender que no le cuidaran. La medicina es eso: confortar, cuidar y, si se puede, curar. La tecnología no es mala, pero, efectivamente, no se tiene que basar en ciencia y efectividad, sino en afectividad. La afectividad es efectiva, la tecnología lo está demostrando.

Una situación particular donde parece que se plantea el binomio de manera dilemática -aunque falsamente dilemática- es el final de la vida. En particular, cuando el planteamiento de la atención al enfermo ya no tiene como objetivo curar la enfermedad, debido a su carácter irreversible y por el hecho de no responder a tratamientos terapéuticos, teniendo un pronóstico de vida limitado y breve. Es el desafío paliativo, que tiene como objetivo cuidar controlando síntomas, promoviendo la mejor calidad de vida posible y la experiencia resiliente en el proceso de morir.

Cuidar a la persona que sufre en el proceso de morir, en el final de su vida, es un deber deontológico en las profesiones biomédicas. Este cuidar se expresa en atención a necesidades fisiológicas, pero también relacionales, psicológicas, sociales, espirituales, poniendo un sentido a la vida en medio de la fragilidad en la que se expresa la vulnerabilidad humana.

Cuidar es la expresión de una atención y preocupación servicial por el otro, aliviando su carga, su pesar, su duelo, su aflicción, poniendo sostén en el caminar de la vida, promoviendo la esperanza, no ya en la curación como superación de la enfermedad y restitución de funciones, rutinas y costumbres, sino controlando lo controlable para vivir con la mayor calidad de vida al alcance.

 

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