Artículos

La fe al hospital

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2000

Descargar

Maika, Juani, Pedro, Rosa... y qué sé yo cuántos están sufriendo por una religiosidad enfermiza. Enferman de fe, o de pseudofe... Y sufren. Y buscan. Y se reniegan. Pero Paco, Juli, y no sé cuántos más, hacen sufrir a otros a causa de la fe, o de la pseudofe. ¿Qué está pasando? Quizás valga la pena pensar, que no está prohibido.

En efecto, la fe y la religión necesitan a veces una pasada por el hospital. No es que en el hospital no la haya. Ya lo creo que la hay, y bien viva y expresiva: con frecuencia más auténtica que en otros lugares. La fe se expresa en el hospital bajo forma de grito de dolor, de pregunta por el sentido, de signos eficaces de cuidados y de celebración de los misterios de la vida. Pero no es la fe viva que encontramos en el hospital (incluso a veces bajo forma de aparente blasfemia) la que atrae mi atención.

Me preocupa esa pseudofe que religa (que se reduce a religión) y que necesita ser sanada porque está enferma y porque contagia y produce patologías. Casi todas ellas tienen que ver con síndromes muy conocidos y que pudieran reducirse a las dinámicas del miedo y del poder. Y es que me estoy encontrando con personas que necesitan ser ayudadas a liberarse de las enfermedades de la fe y a dejar a los demás ser libres, aunque y porque creyentes. Me las encuentro en Africa y en América, en el Vaticano y en mi misma casa. No es que me considere un experto médico capaz de diagnosticar las patologías de la fe, pero es que muchas de ellas se detectan con una simple radiografía realizada por la compleja tecnología del sentido común.

Cuando la fe no libera

No sé si puede haber otra reflexión sobre Dios que no sea la de liberación, la que explora los dinamismos injustos de los pueblos y las personas y se pone de la parte de los más débiles, como el mismo Jesús. Es triste constatar que personas e instituciones han manipulado a veces la imagen de Dios para oprimir y destruir a otros. El mismo Juan Pablo II ha afirmado: “¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe?” Sin duda hacemos el ridículo cuando tratamos de justificar la violencia o cuando a la vez que pedimos perdón nos contradecimos cometiendo los mismos errores que en la historia nos han dividido por comerciar con la salvación.

Cuando la fe no libera genera esclavos, infantilismo, papolatría, culpabilidad neurótica, dolorismo, misoginismo religioso. Un reciente artículo de José Vicente Bonet en la revista Vida Nueva lo ha desarrollado con elegancia, hablando de la teología del gusano, esa visión y sentimiento de sí mismo ante Dios como indigno y despreciable, olvidando aquella bella expresión de San Ireneo: “La gloria de Dios es el ser humano que vive en plenitud”.

Cuando la fe no libera, genera sufrimiento, encierra a las personas en sí mismas, divide, reduce la vida espiritual al mero cumplimiento de prácticas de piedad con frecuencia desencarnadas, empobrece la experiencia moral convirtiéndola en mero cumplimiento de códigos morales, produce tabúes y prohibiciones sin sentido, genera adicciones a prácticas y ritos; en una palabra, deshumaniza.

Religión y poder

Pero es que cuando la fe no libera genera también un tipo de pseudoreligión que se alía con el poder y que pervierte la dinámica de la libertad. No deja de llamar la atención las excesivas veces que instancias de autoridad eclesiásticas hacen callar a quienes avanzan reflexiones que ponen el dedo en la llaga de la injusticia, de la incoherencia, de a discriminación por razón de sexo...

Propuestas en torno al sufrimiento en clave de expiación mal entendida o de sacrificio u ofrecimiento, han de ser releídas a la luz del evangelio liberador y de la clave de la gracia, que es permanentemente un derroche de Dios para con nosotros.

A veces da la impresión de que queremos poner límites a Dios en su perdón incondicional, o que le queremos encerrar en un sagrario para controlarle, o que le queremos reducir a un mago que interviene en la vida de los hombres haciendo milagrería (que nosotros mismos manipulamos para proclamar modelos de vida a mansalva, con su correspondiente imagen en los templos). A veces interpretamos experiencias subjetivas como grandes apariciones y mensajes acompañados de estrategias de control de masas y de dinero y custodiamos secretos revelados años después y relacionados incluso con asombrosos desvíos de trayectorias de balas... A veces matamos al Espíritu por miedo a perder poder y control, nos cargamos al profeta y ensalzamos al funcionario de los ritos, olvidando que la verdad se impone sólo por la fuerza de la misma verdad.

Creer con pasión

Cuando en nosotros mismos o en nuestro camino nos encontramos con la reducción de la fe a religión y sus posibles riesgos y patologías, quizás haya que ir al hospital y hacer cirugía de liberación.

La fe sana no puede más que sanar, ser fuente de gozo, de paz y de justicia, de pasión por la vida  y el amor, generadora de igualdad y humanizadora.

El Vaticano II instaba a que “se reconozca a los fieles, tanto clérigos como laicos, una justa libertad de búsqueda y de pensamiento, lo mismo que una justa libertad de hacer conocer humilde y valientemente su modo de ver en el dominio de su competencia”. Un claro canto a la libertad y al diálogo sin miedo.

No deja de ser una triste desgracia que todavía hoy haya personas que son muertas por expresar libremente las implicaciones de una fe vivida en coherencia. Y es triste también que haya personas a las que se les manda callar (otra forma de muerte) porque sus palabras ponen en peligro la seguridad de los tibios y de los que de un modo u otro le sacan partido a la pereza mental o al infantilismo religioso.

Creer con pasión ha de llevar a personalizar la fe, a interiorizar los valores del evangelio que sólo pueden producir salud. Creer con pasión ha de permitir deliberar, no dogmatizar, porque la religión enferma cuando los dogmatismos empujan a la razonabilidad de la fe y se imponen por el poder de unos pocos que tendrían mucho que perder.

Creer con pasión compromete en el discernimiento en medio de los dilemas morales, porque la religión enferma cuando en este ámbito no se concede un especial reconocimiento a la deliberación como modalidad madura de búsqueda del bien.

Creer con pasión implica no tener miedo a la libertad, porque la religión enferma cuando anula la libertad de la persona y de los pueblos. Entonces se hace hermana del miedo o del poder que oprime y domina injustamente. Erich Fromm decía: “El hombre puede ser libre sin hallarse solo; crítico, sin henchirse de dudas; independiente, sin dejar de formar parte integrante de la humanidad”.

Creer con pasión implica liberarse de la religiosidad que pide sacrificios, verdades definitivas, modos de vestir que marcan distancias y deshumanizan, obediencias infantiles, sufrimientos ofrecidos y culpabilidades morbosas.

Es apasionante creer sencillamante porque genera amor y justicia, libera y ennoblece la condición humana. Es apasionante creer porque es sano dejarse querer y envolver tiernamente por Dios. El Nuevo Testamento no conoce otra forma de unidad que la comunión de eso distinto y nunca la uniformidad impuesta.

Las relaciones de ayuda han de comprometerse también a generar salud en la vida espiritual y de fe, a acompañar a los creyentes a vivir sanamente en medio del sufrimiento, a limpiar los mohos que le salen a quienes con aires restauradores miran al dedo en lugar de mirar al que el dedo ha de apuntar: Jesús de Nazaret.

Quien no dialoga con su ateo interior, difícilmente será un creyente libre y difícilmente dejará a la fe desarrollar su ineludible energía humanizadora.

 

VOLVER