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Humanizar el abordaje del dolor y del sufrimiento

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2010

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Con frecuencia utilizamos como sinónimos la palabra dolor y sufrimiento. Obviamente son distintas, pudiéndose dar sufrimiento sin dolor. En ocasiones, ante la contemplación de lo que no podemos aliviar con fármacos (dolor), encontramos dificultad en la relación. Es muy fácil no saber qué decir ante el sufrimiento inevitable, asociado por ejemplo a la dependencia, a la pérdida de un ser querido, al sentimiento de vacío existencial, al envejecimiento no vivido en positivo.

En otras ocasiones, interpretamos el sufrimiento con categorías culturales (y a veces religiosas) que en lugar de ayudar a vivir sanamente, incrementan la percepción de malestar.

Por eso, parece urgente un planteamiento humanizador del abordaje del sufrimiento humano que contribuya a sanar el modo de pensar, el modo de sentir y el modo de acompañar.

1. Dolor y sufrimiento

Es obvio que no es lo mismo dolor que sufrimiento. Sin embargo, no siempre las profesiones sanitarias y de prestación de servicios sociales y el modo espontáneo de expresarnos, recogen la diferencia.

El dolor producido por daño tisular puede ser causa de sufrimiento, pero puede existir sufrimiento sin dolor. Incluso cabe preguntarse si con nuestra actitud no estamos contribuyendo también a disminuir el dolor y –en ocasiones- a aumentar el sufrimiento, sobre todo cuando canjeamos una vida más corta y una muerte más rápida por vidas más prolongadas y muertes más lentas.

Cassel refiere que el sufrimiento es el estado de malestar inducido por la amenaza de la pérdida de la integridad o desintegración de la persona, con independencia de su causa. Las personas que padecen dolor declaran con frecuencia que únicamente sufren cuando su origen es desconocido, cuando creen que no puede ser aliviado, cuando su significado es funesto, cuando lo perciben como una amenaza.

El dolor, dice Ramón Bayés, se transforma en sufrimiento cuando se teme su prolongación, reaparición o intensificación en el futuro sin posibilidad de control.

La International Association for the Study of Pain (IASP) define el dolor como “la experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada a lesiones hísticas reales o probables, o descritas en función de tales daños”; mientras que define el sufrimiento como “la  respuesta negativa inducida por el dolor y también por el miedo, la ansiedad, el estrés, la pérdida de objetos afectivos y otros estados psicológicos”.

Es obvio, pues, que al hablar de sufrimiento estamos pensando en un estado afectivo, cognitivo y negativo complejo caracterizado por la sensación que experimenta la persona de encontrarse amenazada en su integridad, por su sentimiento de impotencia para hacer frente a esta amenaza y por el agotamiento de los recursos personales y psicosociales que le permitirían afrontarla. Y esto es fácil encontrarlo cuando no hay estímulos nociceptivos que producen dolor. Una persona mayor puede sufrir –como todo ser humano- por perder a un ser querido, por sentir inseguridad habitacional, por no poder caminar solo, por hacer experiencia de inutilidad o sentirse un peso para los demás, y por tantas otras causas.

Hablar de sufrimiento es hablar de  indefensión percibida, de sensación de amenaza y el sentimiento de impotencia. En el sufrimiento lo importante no son los síntomas, sino las valoraciones de intensidad amenazadora que los síntomas suscitan en las personas. En la cultura medicalizada como la que vivimos, describimos fácilmente el sufrimiento con el lenguaje del dolor.

Humanizar los servicios a las personas mayores comporta no sólo identificar y controlar síntomas, rehabilitar o intentar curar, sino determinar el grado vivencial de amenaza experimentada por cada una de las personas mayores. Basarse en exceso en la morfina y apenas prestar atención a la dimensión psicológica puede dar lugar a dolor intratable.

Quizás deberíamos rescatar la conciencia de que el objetivo de las profesiones sanitarias no es prevenir y curar las enfermedades exclusivamente, sino también ayudar a las personas a morir en paz, a vivir sanamente el sufrimiento inevitable. Por eso, hemos de decir que no se trata ya de preservar la vida a cualquier precio sino de aliviar en lo posible el sufrimiento y tratar de conservar la vida que, a juicio de cada persona y de la comunidad, merezca ser vivida.

2. Vivir sanamente el sufrimiento.

Si ante el dolor, la estrategia más saludable es su alivio farmacológico, después de ser interpretado, ante el sufrimiento, creemos que son los recursos relacionales los más importantes para desplegarlos en un sano acompañamiento humanizado.

Sabemos que hay planteamientos poco saludables en torno al sufrimiento. Hay quien lo vive como un castigo, quien lo interpreta como una fatalidad (fatum, destino), quien lo califica como una fuente de méritos u oportunidad de purificación.

Pero rápidamente surge la pregunta sobre la antropología y la cultura subyacente a estas y otras interpretaciones enfermizas. Antes hablábamos fácilmente de resignación y hoy somos conscientes del peligro que tiene por su connotación de pasividad. Más tarde hemos conjugar el verbo aceptar. Aceptar el sufrimiento comporta también el peligro real de arrastrar una actitud de pasividad.            Sin duda, en la relación con las personas que sufren experimentamos la necesidad de purificar el lenguaje sobre el sufrimiento.

Conviene hacer algunas distinciones. Hay que distinguir entre el sufrimiento producido por la naturaleza, por nuestra condición de finitud, de criaturas; el sufrimiento que es consecuencia de nuestra libertad mal empleada, es decir el que nos procuramos unos a otros mediante acciones agresivas, inhumanas, mediante omisiones o caminos no adecuados (¡cuánto mal se podría evitar con comportamientos sanos a nivel personal, interpersonal, comunitario, político...!); y sufrimiento asociado al amor y al servicio, es decir el resultado de quien por opción libre apuesta por trabajar por construir una humanidad mejor y ello le acarrea como consecuencia esfuerzo, contrariedades, oposiciones, etc.

El primero reclama nuestra limitación natural, que se traduce en enfermedades y limitaciones; el segundo reclama nuestra libertad de hacer el bien o el mal; y el tercero evoca que no se puede amar sin sufrir.

Pues bien, de modo sintético podemos decir que algunas claves para vivir sanamente el sufrimiento podrían ser:

- Eliminar el sufrimiento que potencialmente puede desaparecer controlando los síntomas que producen displacer (incluido, obviamente el dolor).

- Luchar contra el sufrimiento injusto, particularmente el que nos procuramos unos a otros con nuestras conductas, con los malos tratos, con la injusta distribución de los recursos socio-sanitarios, ayudas técnicas, etc.

- Eliminar el sufrimiento innecesario que a veces se produce por no usar bien los fármacos que nos pueden aliviar, ayudar a dormir y descansar, aliviar síntomas que nos empeñamos en no controlar pudiendo ser controlados.

- Luchar contra el sufrimiento evitable, tanto antes de que se haya producido como después de que se ha producido su causa o la valoración cognitiva de aquello que lo desencadena.

- Mitigar, en lo posible, el sufrimiento inevitable, ese que no podemos eliminar porque nos duele perder a un ser querido, tomar conciencia de nuestra limitación, etc.

- Integrar el sufrimiento que no se puede superar, haciendo lo posible por convertirle en maestro de vida, en lugar de en fuente de hundimiento emocional o vacío existencial.

Digamos, amparados en la logoterapia de Frankl, que somos libres, en el fondo, del modo como vivimos lo que no podemos cambiar.

3. Crecer en el sufrimiento inevitable (resiliencia).

Con el proceso del envejecimiento, los seres humanos nos “inclinamos hacia abajo”, nos “doblamos como las palmeras”. Esta metáfora de las palmeras, que dejan pasar los fuertes vientos, se doblan y agachan su cabeza, pero se recobran y siguen creciendo después de las tormentas, robusteciendo así su tronco su resistencia, es utilizada para hablar de la resiliencia. Es un tipo de respuesta general de fortaleza ante la crisis.

Inicialmente, la palabra usada ahora tanto en el ámbito de la psicología y la espiritualidad, procede de la física para identificar la cualidad de algunos materiales para resistir y recuperarse ante el embate de una fuerza externa.

Un modo de vivir el sufrimiento

La resiliencia personal consiste en tener la capacidad de afrontar la crisis, reconstruirse y no perder la capacidad de amar, de luchar, de resistir; antes bien, potenciar los recursos interiores para luchar.

Es el arte de no dejarse arrastrar por el impacto de un mar embravecido en medio de la tempestad personal en la que experimentamos nuestra embarcación amenazada, quizás sin rumbo. La persona resiliente se mantiene y logra un nuevo rumbo aún más interesante y consistente que antes de la tormenta. No se deja arrastrar hacia donde el oleaje golpea y donde parece querer hundir la embarcación.

La persona resiliente no es invulnerable, no niega la crisis, no es impasible ante la adversidad. En el interior de la persona resiliente, bajo la aparente debilidad (la palmera que se dobla), hay una fortaleza. Ramón y Cajal decía que “los débiles sucumben no por ser débiles, sino por ignorar que lo son”.

De hecho, es sabido cómo mucho de nuestro sufrimiento con ocasión de las crisis que experimentamos, como las que sobrevienen con ocasión del envejecimiento, tiene su raíz no en lo que nos hiere sino en la manera en que elegimos manejar y vivir esa herida.

Sabemos, por ejemplo que bajo la aparente debilidad del que llora, suele esconderse la fortaleza de quien ama. O como diría el gran médico sir William Osler, “la herida que no encuentra su expresión en lágrimas puede causar que los órganos lloren”. Y eso es enfermar.

Si nuestra forma de gestionar los sentimientos ante el envejecimiento y sus crisis influye en la potencialidad resiliente, nuestra forma de pensar tiene igualmente su influjo. Nuestra respuesta mental ante la adversidad puede ser manejada de una manera positiva, optimista, de tal modo que, de la dificultad, salgamos reforzados.

Cultivo interior

Nos estamos empeñando, en nuestros días, en quitar importancia –cuando no denigrar- cuanto tiene que ver con la espiritualidad. Nos estamos empeñando en pensar que “hay que ver para creer”, olvidando que es más verdad que “hay que creer para ver”, sobre todo para ver lo más importante, lo que alcanza a ver sólo el corazón.

Es obvio que el cultivo de la vida interior, de la capacidad reflexiva, de la capacidad trascendente, de la referencia a lo más genuinamente humano, de la sabiduría del corazón, de los valores, es la mejor plataforma para atravesar las tempestades y salir fortalecidos de ellas o atravesarlas de manera elegante.

La inteligencia emocional subraya algunos de estos elementos, tales como el autoconocimiento, el autocontrol emocional, la capacidad de motivarse a sí mismo, como competencias intrapersonales susceptibles de ser desarrolladas, además de las competencias interpersonales.

Lao Tsé decía “conocer a otros es conocimiento, conocerse a sí mismo es sabiduría”. Y así podemos encontrar dentro de nosotros mismos esas potencialidades de soñar despiertos sin ser ingenuos, de desear y trabajar por el bien en medio de lo que a primera vista nos hace mal.

No es una actitud dolorista la que esconde la resiliencia. No se trata de una actitud ensalzadora del dolor en sí mismo, que no dejaría de ser un posicionamiento enfermizo ante la adversidad. Aunque, ¡quién sabe qué querían decir nuestros antepasados cuando utilizaban palabras como resignación! Es posible que en la intención del que exhortaba piadosamente a adoptar esta actitud, estuviera una propuesta activa, aunque hoy tenga para nosotros una clara connotación de pasividad y derrotismo.

De hecho, algunos diccionarios recogen aspectos positivos como la paciencia y la conformidad ante las adversidades, sin connotación de pasividad. Otros, refieren además de conformidad y paciencia ante obstáculos y adversidades, la variable tolerancia.

Voluntad de sentido

Diríamos que es más bien la proactividad –y no la pasividad- la que es capaz de indicar la potencialidad resiliente. La persona proactiva es aquella que toma la iniciativa, toma las riendas de su propia vida, se siente responsable incluso ante lo que no puede cambiar, se siente libre ante aquello en medio de lo paradójicamente “se siente esclavo”.

Desde la perspectiva de la logoterapia, diríamos que la disposición de buscar un para qué a todo lo que nos ocurre, aunque no comprendamos el porqué, forma parte de esta voluntad de crecer en las crisis.

Esta voluntad es lo contrario de la indiferencia o la apatía, que nos impide, en tantas ocasiones, comprometernos con nosotros mismos y con los demás.

La resiliencia, en último término, es el resultado de múltiples procesos que contrarrestan las situaciones nocivas o de crisis. Se trata de una dinámica en la cual se podrían señalar algunos elementos tales como: la defensa y la protección de uno mismo, el equilibrio ante la tensión, el compromiso ante lo que sucede, la responsabilidad activa, el empeño por la superación, la capacidad de dar un sentido y reorientar la propia vida en la crisis, la visión positiva en medio de la negatividad, la capacidad creativa de reacción.

Nietzsche lo diría así: “lo que no me destruye, me hace más fuerte”.

El doctor Gerónimo Acevedo, autor de “El modo humano de enfermar”, dice que el verbo madurar sólo puede conjugarse en gerundio. Entre sus expresiones, nos encontramos ésta:

Cuida tus pensamientos porque se volverán palabras. Cuida tus palabras porque se volverán actos. Cuida tus actos porque se volverán costumbres. Cuida tus costumbres porque forjarán tu carácter. Cuida tu carácter porque formará tu destino. Y tu destino será tu vida.

 Quizás sea éste uno de los objetivos del acompañamiento hecho de relaciones de ayuda a las personas mayores: fomentar la resiliencia en la crisis propias del envejecimiento; fomentar, en último término, un modo sano de vivir el sufrimiento inevitable y aliviar todo dolor y sufrimiento evitable.

 

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