Para la Sabiduría judeo-cristiana, así como en la poesía griega, el corazón no es solo la sede de los buenos sentimientos. Es el que regula las acciones. En él se asienta la vida psíquica de la persona, así como la vida afectiva, y a él se le atribuye la alegría, la tristeza, el valor, el desánimo, la emoción, el odio, que no son solo sentimientos.
Pero es también, en segundo lugar, el asiento de la vida intelectual, es decir, el corazón es inteligente (¡no la cabeza!), dispone de ideas (no solo sentimientos), puede ser necio y perezoso, ciego y obcecado.
Y, en tercer lugar, el corazón es también el centro de la vida moral, del discernimiento de lo bueno y lo malo, es decir, la sede del mundo de los valores (insisto: ¡no solo de los sentimientos!).
En efecto, en hebreo, el corazón es concebido mucho más que como la sede de los sentimientos y de los afectos. Es lo que de manera espléndida ha desarrollado el papa Francisco en la encíclica Dilexit nos, a la luz de la cual también podemos decir que se justifica la traducción del Pronzato de “más alma en las manos” por “más corazón en las manos”.
Contiene también los recuerdos y los pensamientos, los proyectos y las decisiones. Se puede tener anchura de corazón (visión amplia, inteligente) o también corazón endurecido y poco atento a las necesidades de los demás.
En el corazón, la persona dialoga consigo misma y asume sus responsabilidades. El corazón es, en el fondo, la fuente de la personalidad consciente, inteligente y libre, la sede de sus elecciones decisivas, de la ley no escrita; con él se comprende, se proyecta (Pr 19,21). En él se guarda sigilosamente la intimidad ajena (Lc 2,19). Está, en este sentido más que bien traído para indicar el cuidado que Camilo quiere, mostrado con su praxis y con las Reglas por él creadas para humanizar el cuidado. De san Camilo se dice que verdaderamente parecía que llevaba impresas y esculpidas en el corazón, tantas veces las decía y repetía: “Estuve enfermo y me visitasteis”.
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