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Compasión

Autor: José Carlos Bermejo

Año publicación: 2019

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Recientemente he participado en una Jornada de formación para enfermeros sobre la compasión. Reconocíamos que hoy hablamos más que hace una década sobre esto. Nos preguntábamos si se puede aprender, si puede haber humanidad sin compasión, si las competencias instrumentales han desplazado la competencia compasiva. Compartíamos que la compasión es un atributo esencial de la humanidad e imprescindible en las profesiones de salud.

Hoy se habla en foros donde se comparte la pasión por humanizar, de inteligencia compasiva, de fatiga por compasión, de satisfacción por compasión, del precio de la compasión… Y se han creado diferentes instrumentos de medición para poder detectar la intensidad de la presencia de estas variables en diferentes colectivos profesionales. Un buen camino de humanización.

Algo más que un sentimiento

Dice Maurice Blondel, que el corazón del ser humano se mide por su capacidad para acoger el sufrimiento. Hoy, no falta quien se pregunta si es culturalmente posible la compasión, si somos capaces de interpretar el modo como nos comportamos con los demás con el lenguaje de la compasión. Es tanto el desarrollo tecnológico que experimentamos fuerte la atracción de la tecnología que dé respuesta inmediata a la eliminación del mal, más que al acompañamiento.

La compasión es un sentimiento fundado en bases mucho más físico-psicológicas que las relativas a la piedad, a la misericordia y a la ternura, entendidas desde el punto de vista psicológico y espiritual. La compasión es la atracción inevitable de la fragilidad, la debilidad y el sufrimiento ajeno, que hace a la persona partícipe de la necesidad de com-padecer. Es una vulnerabilidad que impulsa a arriesgar y hasta perder, por el otro, los propios intereses. Es un movimiento de participación en la experiencia del necesitado, con el cual se establece una estrecha solidaridad y una obligación consiguiente de asistencia.

La compasión (del latín cumpassio, traducción del vocablo griego (sympathia), es una palabra compuesta que significa “sufrir juntos”. Más intensa que la empatía, en principio, la compasión describe el entendimiento del estado emocional de otro, y es con frecuencia combinada con un deseo que se traduce en verdadero compromiso por aliviar o reducir su sufrimiento. El budismo ha hecho de este sentimiento su actitud espiritual propia. La tradición cristiana la ha promovido y promueve en clave de solidaridad multiforme.

La compasión se ha asociado popularmente a un sentimiento pasivo de lástima o pena ante la desgracia que nos produce el dolor de otro. Sin embargo, la solidaridad, como positiva actitud de generosidad y cuidado de los demás, resulta psicológicamente incomprensible sin el motivo de la compasión.

En la tradición bíblica, compadecerse se expresa como un estremecimiento de las entrañas que comporta, según los estudiosos del verbo correspondiente (splagnizomai), la misericordia y tiene diferentes momentos: ver, es decir, entrar en contacto con alguna realidad de sufrimiento mediante los sentidos; estremecerse, es decir, el impulso interior o movimiento íntimo de las entrañas; y actuar, es decir, que no es un impulso infecundo, sino que mueve a la acción. Se trata, pues de una voluntad de “volver del revés el cuenco del corazón” y derramarse compasivamente sobre el sufrimiento ajeno sentido en uno mismo.

Compasión y misericordia

Compasión y misericordia están estrechamente relacionados como conceptos. La misericordia es esa actitud bondadosa de compasión hacia el otro, especialmente el otro sufriente por cualquier causa.

No, no es un superficial sentimiento de lástima que puede experimentarse, especialmente ante las cosas, más que ante las personas. Da lástima que una cosa se rompa, que exista una enfermedad que cursa de una determinada manera, que haya hambre o personas que son perseguidas o maltratadas. En cambio, son misericordiosas y compasivas las personas que se fijan atentamente en quienes viven estos males que producen lástima.

La compasión y la misericordia añaden la actitud de una cierta inclinación del ánimo hacia la persona desgraciada, cuyo mal se desearía evitar. Nos da compasión y nos produce misericordia ver a una persona en duelo, un enfermo mal atendido, una persona mayor abandonada, una mujer víctima de la violencia… Pues bien, la misericordia es un movimiento interno que parte del sentimiento de pena o indignación por los que sufren, que impulsa a ayudarles o aliviarles; en determinadas ocasiones, es la virtud que impulsa a ser benévolo en el juicio.

Al fin y al cabo, la compasión no puede quedarse en mero sentimiento, sino en una transformación activa de la persona hacia la vida gozosa, cuidada, atendida en su fragilidad, tanto física como espiritual. Es frágil la vida, es fuerte la compasión. Quizás por eso Agustín de Hipona a la misericordia la llamó “el lustre del alma” que la enriquece y la hace aparecer buena y hermosa; y Tomás de Aquino llamó la atención sobre el serio riesgo de que la “justicia sin misericordia es crueldad”.

La compasión se despierta ante el sufrimiento humano como realidad que aflige y angustia, y de este modo inicia el altruismo o el comportamiento compasivo. Reaccionamos espontáneamente ante el sufrimiento, tanto si es provocado como si es inevitable. La compasión está comprometida en eliminar, evitar, aliviar, reducir o minimizar el sufrimiento. Es lo contrario más que de la indiferencia o impasibilidad ante el sufrimiento ajeno, de la crueldad ante el mismo. Se trata de cultivar los mecanismos de incumbencia: “El sufrimiento del otro me incumbe”, “me afecta”, “me hace sentir incómodo”, de modo que la compasión es un sentir con que permite asumirlo como propio. Somos compasivos cuando nos abrimos al lenguaje de la sensibilidad, captando en nuestras vísceras el sufrimiento del otro. Por otro lado, es un misterio el hecho de que con frecuencia, la compasión se convierte en real para las personas, no solo como consecuencia de las acciones de un individuo hospitalario, sino a causa de la intangible atmósfera que deriva de la vida comunitaria.

¿Trampas compasivas?

La compasión fecunda el valor del reconocimiento. No deja de ser extraño que podamos pensar también en eliminar la vida de una persona, deliberadamente, por razones de compasión. Cabe preguntarse si este eventual comportamiento tiene algo de “inteligencia compasiva” o se desliza, más bien, hacia la soberbia.

La inteligencia solidaria, cuando se libra de las derivas de la razón, crea, en palabras de Ortega, un nuevo régimen atencional que se configura como inteligencia compasiva, cooperante, libre, multiforme y esperanzada.

Es raro también ver en ocasiones personas que predican la compasión, la exigen para sí mismos (por ejemplo, en algunos contextos laborales), y abandonan la responsabilidad hacia la noble causa de los programas solidarios por razones tan superficiales como infantiles.

Es paradójico que profesionales de la proclamación de la “cultura de la compasión” no lo sean consigo mismos, o que contradigan de manera flagrantemente visible el discurso con la conducta.

No faltan propuestas de ejercicios para lograr experiencias de silencio, relajación, que bajo el engaño de promover la compasión, promueven solo un superficial estado emocional individual, sin compromiso hacia afuera.

¿Trampas? Haberlas, las hay. No todas puede ser políticamente correcto en este momento de la historia, nombrarlas. Porque parecería apuntarse a un discurso rancio y salirse de las modas.

Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza, en la que se refirió a la compasión, decía: “Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana”. Se subraya así el potencial humanizador de la compasión ante el sufrimiento humano.

 

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