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La muerte enseña a vivir

Autor: José Carlos Bermejo Higuera

Año publicación: 2003

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Recuerdo perfectamente los duelos más significativos de mi vida. No sé si, en realidad, nuestra vida no quede marcada en muy buena medida por los duelos y por el modo cómo los vivimos. Recuerdo el primero, el de mi abuelo, a mis 9 años. Me despertó mi padre por la mañana llorando y diciéndomelo. Y me acompañó a verle cuando me vestí. A los pies del féretro, en mi fría casa, estaba mi abuela llorando “como ante un dormido encajonado”. Aquello se me clavó en mis células como no podía ser de otra manera.

Pero yo creo que, además de dolernos, la muerte enseña a vivir. El duelo enseña a vivir. El duelo o nos humaniza o nos enferma. O nos hace blandos, ayudándonos a relativizar, acompañándonos en el descubrimiento de nuevos y sólidos valores y en el reconocimiento de los valores ya vividos y que persisten en el recuerdo, o nos lanza al abismo de la oscuridad, del sinsentido, de la soledad y los márgenes.

Algunos autores han investigado sobre la existencia de duelos no resueltos detrás enfermedades psiquiátricas y problemas de salud en general, constatando que no son pocos los casos en los que estos trastornos son indicadores de pérdidas significativas que no han sido afrontadas con la suficiente atención. El duelo aumenta, pues, la morbilidad física y psiquiátrica.

Mi experiencia me dice también que detrás de personas en situación de exclusión y marginación se encuentran, con frecuencia, experiencias de duelo no vivido sanamente. En la historia de transeúntes, personas sin techo, drogodependientes y otros muchos colectivos particularmente vulnerables, fácilmente hay pérdidas no elaboradas.

No podemos amar sin dolernos. El duelo es un indicador de amor, como el modo de vivirlo lo es también de la solidaridad y del reconocimiento de nuestra limitación y disposición al diálogo. De igual manera que hay duelos mal elaborados en la raíz de situaciones de enfermedad y de exclusión y marginación, hay también duelos que constituyen una oportunidad para reconstruir lazos que estaban rotos o debilitados, para aprender de nuevas relaciones, para dejarse cuidar y querer, para cultivar el sano recuerdo y darle el valor que tiene a la memoria, para reconocer el poder humanizador de las lágrimas y… del pañuelo.

Vivir la propia muerte

El poeta Rilke, en “El libro de la pobreza y de la muerte” empieza señalando que muchos no saben morir, que no llegan a madurar y a elaborar su propia muerte, por lo que su vida les es arrebatada desde fuera, muriendo de una muerte en serie, que nada tiene que ver con ellos. Mientras que el anonimato y la banalidad convierten en horrorosa la muerte ajena, la muerte propia se constituye como el objetivo de toda la vida, que se tensa como un arco hacia ese momento de máxima intensidad vital que es la muerte propia.

La tesis del poeta es “vivir la propia muerte” como posibilidad humana de ser sí mismo hasta el final. Rilke explica también por qué nos es dada la posibilidad de morir nuestra muerte propia. Justo porque hay en nosotros algo eterno, nuestra muerte no es similar a la animal… Exactamente en la medida en que hay algo de eternidad en nosotros, podemos elaborar y trabajar nuestra propia muerte, lo que nos distingue radicalmente del resto de los animales. Pero ocurre que no sabemos hacerlo y que traicionamos nuestra más alta vocación, de manera que nuestra muerte no llega a vivirse siempre dignamente. Como tenemos demasiado miedo al dolor y al sufrimiento, nos empeñamos en vivir la vida sin anticipar su final, en vivir ciega y estúpidamente, como si fuéramos inmortales; y como no llegamos a madurar nuestra propia muerte, parimos en su lugar un aborto ciego, una muerte inconsciente de sí.

Ha sido Tolstoi en “La muerte de Iván Ilich” el que ha formulado con absoluta nitidez tanto en qué consiste la diferencia entre la muerte propia y la ajena, como cuál es la causa de tal distinción. Que todos los hombres son mortales explica el fallecer anónimo del otro, pero no el mío, o el de la persona amada.

En el momento en que Iván Ilich experimenta la comprensibilidad de la muerte propia, la más profunda soledad y angustia ante ella, es torturado por la mentira sistemática ante su estado. “Le torturaba aquel embuste, le atormentaba que no quisieran reconocer lo que todos sabían y sabía él mismo, y en vez de ello deseaban mentirle acerca de lo terrible de la situación en que él se hallaba y querían obligarle a que él mismo participara en aquella mentira”. “La mentira, –continúa Tolstoi concentrando toda la tesis de su novela en una sola frase- esa mentira de que era objeto en vísperas de su muerte, una mentira que debía reducir el acto solemne y terrible de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era algo atroz para Iván Ilich”. Pretenden reducir su muerte al nivel de una contrariedad, de una “inconveniencia”, de una falta de decoro. Cuando necesita más que nunca ser comprendido y consolado, mimado, sólo el joven Guerásim es capaz de entenderle y aliviarle, permitiéndole así compartir los sentimientos propios del duelo anticipado.

El dolor del duelo forma parte de la vida exactamente igual que la alegría del amor; es, quizá, el precio que pagamos por el amor, el coste de la implicación recíproca. El papel del duelo consiste en recuperar la energía emotiva invertida en el objeto perdido para reinvertirla en nuevos apegos, como indica Freud.

Cómo acompañar

Los profesionales de la salud y los agentes sociales nos encontramos con la necesidad de acompañar como tales a personas en duelo. Por lo mismo, y por la importancia, dureza y el influjo del duelo sobre la vida entera, hemos de ser conscientes de su naturaleza, su proceso, su función y su diversidad. Afortunadamente esta sensibilidad ante el tema está aumentando, como aumentan también las acciones formativas que tienden a capacitar a dichos profesionales en el conocimiento de la problemática asociada.

Un buen acompañamiento en el duelo tiene una valencia preventiva. Pero no sólo. Quizás una sociedad pueda juzgar su grado de humanidad también por el modo como afronta el duelo. En él se percibirá si lo esconde, lo privatiza, lo niega, o si por el contrario lo socializa, lo comparte, lo expresa y aprovecha de él a la búsqueda del sentido del vivir.

La vocación de “pañuelo” en medio del duelo puede ser una manifestación de la disposición a caminar juntos en la oscuridad, siendo unos para otros anclas que ofrezcan un poco de confianza en medio de la tempestad, símbolos de la esperanza, esa que es como la sangre que llevamos en las venas, que no se ve, pero sin la cual no hay vida.

Acompañar a vivir el duelo supone considerar la muerte como el fin de una biografía humana reconociendo lo específicamente humano que hay en la vivencia de la separación. Porque la muerte reconocida únicamente como el fin de una biología da paso a la deshumanización y a la despersonalización en la elaboración de la pérdida.

Morir puede ser triste, pero morir los unos para los otros antes de morir es mucho más triste. Caminar juntos sin comprender el dolor ajeno por las separaciones es caminar solo, es muerte. Y esto es lo que sucede cuando tanto las palabras como el silencio imponen su lado trágico. Queriendo evitar el drama de la verdad, caemos a veces en la soledad y el abandono a quien elabora su duelo.

A quienes se despiden de su ser querido en el final de sus días bien les vendría esta fórmula: recapitular en pocas palabras el significado de cuanto vivido, expresar en clave de agradecimiento cuanto se ha compartido, entregado y recibido, y disposición a cultivar el recuerdo. Porque está claro que lo que es olvidado no puede ser sanado. Y el duelo reclama zurcir los “rotos” del corazón que se hacen con la pérdida, y aquellos otros descosidos que aparecen del pasado, sanando con paciencia, al hilo de la soledad y, en el mejor de los casos, de una buena compañía, la nueva vida.

La literatura de Grecia y de Roma clásicas desarrollaron el consuelo como un conjunto de argumentos que se ofrecían al doliente en forma de simples cartas o de tratados filosóficos. Del conjunto de los argumentos que se utilizaban, eran frecuentes los que hacían referencia al hecho de que todos los hombres son mortales, que lo importante no es haber vivido mucho sino virtuosamente, que el tiempo cura todas las heridas, que lo perdido era sólo prestado, que el que lloramos no sufre, etc. Eran lugares comunes a los que a veces se añadían elogios del muerto y ejemplos de hombres que sobrellevaron la desgracia con valor.

Este tipo de consuelo se presentaba poniendo, normalmente, a la razón como consolador supremo. No obstante, Séneca considera “el afecto de los familiares como principal fuente de confortación”. Y los viejos consoladores cristianos, aún recurriendo a argumentos paganos, pudieron renovar el género por la importancia que daban a la emoción y por las fuentes de su inspiración, que eran a la vez bíblicas, éticas y místicas

 

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