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La espera y la esperanza, y el valor sanante de la esperanza

Autor: José Carlos Bermejo

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“Mire, lo he descubierto en estos meses: la esperanza es como la sangre: no se ve, pero tiene que estar. La sangre es la vida. Así es la esperanza: es algo que circula por dentro, que debe circular, y te hace sentirte vivo. Si no la tienes, estás muerto, estás acabado, non hay nada que decir… Cuando no tienes esperanza es como si ya no tuvieras sangre… Quizás estás entero, pero estás muerto. Así es”[1].

1. Espera y esperanza

Pedro Laín Entralgo, médico humanista donde los haya, escribió el hermoso libro titulado “La espera y la esperanza” que es el eje de este capítulo. Su obra se presenta como una obra de arte donde el médico, la enfermera, el profesional de la salud en general, así como el antropólogo, el teólogo, el paciente, pueden encontrarse a sus anchas al hilo de sus reflexiones.

Lo que Laín hace fundamentalmente en “la espera y la esperanza” es una reflexión antropológica sobre la esperanza. La naturaleza humana posee una estructura que incluye esta realidad dinámica, llamada esperanza. Así lo afirma Laín: “Tantas veces alguien trate de entender con cierta integridad la verdad humana, aparecerá ante sus ojos el tema del esperar y de la esperanza”.[2]

Han sido muchos los autores que han reflexionado sobre la esperanza. Pedro Laín Entralgo hace un interesante recorrido en su libro, antes de proponer su antropología de la esperanza (quinta y última parte del mismo). Recorre a San Pablo, a San Agustín, a San Juan de la Cruz, a Lutero, a Bultman, a Descartes, a Kant, a Baudelaire, a Heidegger, a Marcel, a Sartre, a Minkowski, a Le Senne, a Bollnow, a Brednow, a Plügge, a Unamuno, a Machado, a Ortega y otros. Tal recorrido ofrece al volumen una amplia riqueza y variedad de perspectivas.

Laín Entralgo, después del largo recorrido histórico entre los pensadores de la esperanza, nos habla de la espera humana relacionándola primero con la espera animal. También este espera. Más aún, “estar a la espera”, según el autor, es lo más específico del animal: “Pero ese estado, ¿qué es, desde el punto de vista de la temporalidad del animal? La respuesta es obvia: el “estado de alerta” es la “espera” vigilante del animal frente a la inminencia de vicisitudes especialmente favorables o amenazadoras. Lo cual nos permite afirmar que la futurición de la existencia animal tiene su forma más propia en a espera. Vivir animalmente es, en su más honda y específica raíz, estar a la espera, ejercitar una espera predatoria o defensiva”.[3]

La espera humana es distinta, obviamente, de la espera animal. Tal diferencia tiene su fundamento en la misma estructura biológica del hombre en cuanto distinta, superior y más formalizada que la del animal: “En abrupto e insalvable contraste con la espera animal, la espera humana es suprainstintiva, suprasituacional e indefinida. ¿Por qué? Para que así se nos muestre cuál debe ser su estructura biológica. (..) El animal se mueve hacia su futuro, convirtiendo en espiral continua el “círculo figural” que dinámicamente le une con su medio. (…) Bien distinto es el caso del hombre. La creciente importancia del telencéfalo en su sistema nervioso le otorga tan rica capacidad de formalización, que (…) llega a ser indefinido el número de las posibilidades de acción contenidas en su campo perceptivo”.[4]

Resulta igualmente interesante la distinción que Laín hace entre “aguardar”, “esperar” y “esperanza”. Aunque esto nos exija una abundancia de citas del mismo, intentemos comprender tal distinción.

Aguardar sería, para Laín “la espera de algo muy concreto y determinado, cuyo posible advenimiento a la vida del esperante ha sido expresamente proyectado por él”.[5]

La espera, por otro lado, puede adoptar modos muy diversos. “La espera vital, la espera simpliciter, “espoir” es un hábito de la naturaleza primera del hombre, consistente en la necesidad vital de desear, proyectar y conquistar el futuro. El esperante aspira a “seguir siendo”. Forma primaria de la espera humana es el proyecto, el cual implica con necesidad metafísica la pregunta y la fianza”.[6]

El autor reserva, pues, la palabra esperanza, en sentido técnico para designar: “un hábito de la segunda naturaleza del hombre por obra del cual este confía de modo, más o menos firme, en la realización de las posibilidades de ser que pide y brinda su espera vital”.[7] Nótese cómo también Santo Tomás distinguía entre esperanza como pasión (común con los animales), esperanza y fortaleza (o magnanimidad) y esperanza como virtud teologal. Aunque no coinciden con las distinciones de Laín Entralgo, se descubre un cierto paralelo que colabora al enriquecimiento de la comprensión antropológica de la misma.[8]

La esperanza, en este sentido al que se refiere Laín, se opondría a la desesperanza. “La espera (…), se hace esperanza (….) cuando el hombre confía con firmeza mayor o menor en la consecución de aquello hacia lo que la espera primariamente se mueve: “seguir siendo”. La esperanza, a su vez, llega a ser genuina, auténtica y radical cuando ese “seguir siendo” cobra de modo resuelto y lúcido la expresión a que naturalmente tiende: “ser siempre”. Si el hombre se entrega a la conquista de ese “ser siempre” con magnanimidad y fortaleza (…), la esperanza se constituye en “virtud natural”. Y, en cuanto la posesión y el ejercicio de esta virtud reconocen y aceptan su constitutiva religación al fundamento de la existencia propia y de toda realidad –más precisamente: en cuanto el hombre, con la ilustración que sea, espera en la Divinidad-, el esperar alcanza la condición de “virtud natural religiosa”.[9]

Juan Alfaro, quizás de un modo más simple, muestra lo que él mismo llama “estructura antropológica de la esperanza”, haciendo referencia a la llamada que el hombre siente, quiéralo o no, a esperar: “El hombre está llamado a la esperanza, tanto en la conciencia de su ser personal cuanto en su relación con el mundo, con los otros y con la historia. Cuando libremente rechaza esta llamada, cuando desespera, es justamente porque el mismo modo fundamental de ser de su espíritu, lo llama a esperar. (…) Se quiera o no, todo hombre debe elegir (y de hecho elige, porque el mismo rechazo de esta elección es inevitablemente una elección), o por abrirse a la aspiración ínsita en la propia plenitud (que no puede conseguir con su acción en el mundo) o por cerrarse en los límites de sus esperanzas intramundanas. (…) Todo hombre vive, o como quien no espera más que en los confines del mundo, o como quien espera plenamente. Esta primigenia apertura del hombre a la esperanza, no es todavía la esperanza cristiana y tampoco la llamada a la misma; solamente constituye la infraestructura antropológica[10]”.

No podemos dejar de decir, pues, junto con numerosos autores, que la esperanza es un constitutivum de la existencia humana, de modo que esta existe, de alguna manera, en toda situación humana, por más desesperante que sea. Laín lo dice así: “… la esperanza, más que una pasión es un constitutivum de la existencia humana, un modo de ser tan inherente al sentimiento de la vida, es decir, a la vida misma, como el pensamiento, el amor de sí mismo y el deseo del propio bien. Como el hombre no puede no pensar, de igual modo no puede no esperar. Es, pues, perfectamente válido, tan válido y fundamental como el cartesiano, el silogismo “vivo, luego espero”. Sin esperanza, la vida no sería vida, carecería de sentido de sí misma, porque vida y carencia de esperanza son contradictorias”.[11] La misma idea la expresa el autor cuando alude a la vieja traducción del salmo 4: “Me constituiste en esperanza”. Si de esta expresión se supiese mentalmente su originario sentido teológico, para dejarla reducida a una tesis antropológica, por fuerza hay que ver en ella una redundancia metafísica, porque el ser temporal del hombre no puede no estar constituido en la esperanza, es decir, porque la realidad humana no puede estar constituida en la desesperación.[12]

Particularmente interesantes resultan las matizaciones que Gabriel Marcel ofrece en torno a la esperanza. Puede decirse que constituyen un valioso esfuerzo descriptivo, tanto por vía negativa como positiva. A él se refiere Laín exponiendo cómo la esperanza no es, ante todo, el mero deseo. El deseo tiende siempre a algo muy concreto y determinado, mientras que la esperanza genuina trasciende invenciblemente los objetos particulares a que parece referirse. Se espera siempre la restauración de un orden viviente en su integridad; se espera, en una palabra, la salvación en alguna forma.

Tampoco se reduce la esperanza al mero optimismo. Nada más lejos del “yo espero” que el “todo se arreglará” con que suele expresarse el optimista. El optimismo es siempre superficial. La esperanza, en cambio, dice Laín, supone una implicación personal en el proceso que la determina. El optimismo hace relación a la naturaleza, y tiene su meta suprema en la previsión racional; la esperanza concierne a la persona y es siempre entrega y confianza.

Tampoco debe ser confundida la esperanza con la mera vitalidad. La esperanza puede sobrevivir a la ruina más total del organismo. Es, sin duda, un signo de vitalidad, pero a condición de no entender esta palabra en un sentido crasamente biológico.[13]

La esperanza queda así mucho más definida. Ni mero deseo, ni optimismo ingenuo o superficial, ni simple vitalidad biológica. Por el contrario, y en sentido positivo, Gabriel Marcel señala como notas de la esperanza: la cautividad, la paciencia y la disponibilidad.[14]

Esta esperanza, que tan íntimamente está inscrita en la estructura antropológica del hombre y cuyo significado hemos intentado delimitar, no puede ser, por lo mismo, ni fuga ni mera teoría. Esperanza, realismo y utopía no están necesariamente reñidas. Así se expresa el teólogo Leonardo Boff en los comienzos de su libro “Hablemos de la otra vida”: “La utopía manifiesta el ansia permanente de renovación, regeneración y perfeccionamiento buscados por el hombre. La utopía no arranca de la nada; parte de la experiencia y de un anhelo humanos”.[15]

Si el principio esperanza es fuente de utopías, hay que ser realistas, ciertamente, y no dejarnos ilusionar con utopías que pueden suponer mecanismos de fuga de la realidad paradójica y ambigua. Hay que asumirla tal y como es.

Se trata de centrarse en la propia vulnerabilidad humana que, vivida en la esperanza, adquiere un matiz particular. La reflexión sobre la esperanza no es una fuga mundi, no es un viaje por las nubes, o un irse a buscar un tesoro debajo de un soñado puente lejano, como hiciera el joven del cuento que nos presenta Moltman:

“Hace mucho tiempo, un joven vivía aquí en Kalamazoo. Era sumamente pobre, no tenía trabajo y habitaba en una chabola en ruinas, en un barrio de la ciudad. Una noche tuvo un sueño. Vio un inmenso tesoro enterrado debajo de un puente de una extraña ciudad que él conocía. El nombre de la ciudad era Praga. Cuando se despertó, tomó un azadón y se puso en camino. Caminó a través de toda América hasta la costa oriental, tomó un barco para que le llevara a Europa y estuvo vagando por muchos países europeos hasta que, finalmente, llegó a Praga. Allí encontró el puente con el que había soñado. Esperó a que oscureciese y comenzó a cavar. Durante siente noches completas estuvo cava que te cava. Y ¿qué es lo que encontró? ¡Nada! La séptima noche, vio repentinamente a otro muchacho que estaba sobre el puente. Este le observaba mientras manejaba el azadón y le preguntó qué es lo que estaba cavando. Cuando el joven le contó el sueño que había tenido en su chabola en América, el muchacho del puente se echó a reír y le dijo: “Precisamente la última noche tuve yo un sueño semejante. Vi un enorme tesoro enterrado debajo de la cama de una chabola medio derruida. La chabola estaba en un barrio de una pequeña ciudad con un extraño nombre: Kalamazoo. Pero no soy tan tonto como para acudir allí”. El joven entendió el mensaje. Tomó su azadón, se puso en camino por diversos países de Europa y atravesó bosques hasta que llegó al fin a Kalamazoo. Allí encontró de nuevo su chabola medio derruida, apartó la cama y comenzó a cavar… encontrando el tesoro con el cual había soñado. Y así se hizo rico”.[16]

La realidad humana, con toda su contingencia y limitación (la chabola), alberga en sí misma grandes tesoros. Descubrir el tesoro de la esperanza cavando bajo la propia cama es encontrar este dinamismo sin viajar tan lejos que pudiéramos ser acusados de irrealistas o soñadores. Es cierto, por otra parte, que el hombre puede planificar, manipular, soñar el futuro. Pero ningún futuro es el futuro absoluto hacia el que desemboca y en el que aquieta su dinamismo humano interior. El hombre es proyección y tendencia hacia un siempre más, hacia la sorpresa que está fuera de la previsión, hacia un incógnito, hacia algo nuevo. Lo mejor que encuentra es siempre y únicamente un boceto. La meta alcanzada se queda constantemente a medio camino hacia un objetivo más alto. Siempre estamos a la espera.

2. La puerta abierta al teólogo

El libro de Laín Entralgo concluye dejando paso al teólogo. Después de todo su recorrido y todo su análisis antropológico, se abre a lo que la teología llama la “virtud teologal”, a la esperanza cristiana.

Dice el autor: “La esperanza humana puede detenerse ahí: basta tener la vista en torno para advertirlo. Pero si el espíritu es consecuente, ¿podrá dejar  su esperanza en ese nivel? Si el hombre espera lo que él no tiene y han de darle, ¿dejará de pensar en el modo histórico,  en el modo personal de la donación y de la recepción del bien que él espera: el  “Sumo Bien”, la participación real y efectiva de su persona en la infinitud vivificante de Dios? ¿No sentirá este hombre en la intimidad del alma que todo su ser debe elevarse a una manera de esperar, esencialmente superior a la naturaleza humana?

Quien así piense y sienta, se hallará en la linde de la misma esperanza que S. Pablo llamó ”bienaventurada” (Tit 2,13); en una palabra: de la esperanza cristiana. Con razón ha escrito Bollnow que, desde el punto de vista del cristianismo, la esperanza que el filósofo y el antropólogo consideran –“esperanza natural”- no es sino “la forma natural previa” de la virtud teologal de la esperanza”.[17]                                                                                                                 

Es interesante lo que dice el teólogo Bernard Häring remitiéndose a Teilhard: el mundo pertenece a los que son capaces de ofrecer la esperanza más grande. Nosotros podemos ofrecer al mundo el mensaje de nuestra esperanza e invitar a todos a colaborar con ella, solo si prestamos escucha también a las esperanzas del mundo.

El Concilio Vaticano II insistía mucho en esto: las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy, sobre todo de los pobres, son las alegrías y esperanzas, las tristezas y las angustias de los seguidores de Jesús.[18]

3. Valor sanante de la esperanza humana

Podría parecer la pretensión de un titular bonito el atribuir un valor terapéutico a la esperanza. Demostrar que no se trata de esto, sino de una realidad vital (como la sangre misma), no es fácil cuando la literatura no nos ofrece demasiados recursos. Serios tratados sobre la esperanza, desde distintas vertientes, parecen olvidar esta relación, aunque la dejan entrever.

En el paseo que he realizado por esta literatura, he encontrado tan solo dos veces, de modo explícito, la afirmación de la tesis que pretendo mostrar. Los autores que la exponen (Nouwen y Spinelli) se limitan a enunciarla de paso, sin detenerse en absoluto a señalar las implicaciones de este valor sanante de la esperanza. Nouwen, analizando un diálogo entre un agente de salud y un enfermo próximo a su operación quirúrgica,  dice:

“Son pocos los pacientes que no esperan curar cuando afrontan una operación. La compleja industria hospitalaria existe para curar, para llevar a las personas “a la vida normal”. Cualquiera que haya visitado un hospital y hablado con los pacientes sabe que “mañana” significa un día más cerca de la propia casa, de los amigos, del trabajo, de la existencia cotidiana. Los hospitales generales son lugares que la gente quiere y espera abandonar cuanto antes. En este contexto, el contexto del poder sanador de la esperanza humana, trabajan los médicos, las enfermeras, los profesionales de la salud”.[19]

Spinelli, en una lista en la que pretende recoger “algunos de los factores terapéuticos que pertenecen a varias ciencias, y que los médicos utilizan más o menos conscientemente a la hora de establecer una relación humana con el paciente, incluye: “el esfuerzo por infundir esperanza (el factor humano-terapéutico más importante)”.[20]

Nuestra tesis se centra en la esperanza también como virtud teologal –así entendida-. Encarnado en el agente de salud el dinamismo de la esperanza, impregnará las relaciones profesionales y pretendidamente terapéuticas, y cualificará a este como “hombre de esperanza”.

La tesis del valor sanante de la esperanza se encarna en un concepto concreto de salud. Una reducción de la misma al mero “silencio del cuerpo” o a un “completo estado de bienestar físico, mental y social” (como decía la OMS), así como otras reducciones basadas en criterios naturalistas, médicos, subjetivos, vitalistas, psicológicos, socio-culturales, moralistas u otros, no se acomoda a nuestra propuesta.

Cuando hablamos del valor sanante de la esperanza, o de la esperanza como fuente de salud, nos situamos en una perspectiva holística, integral, de modo que el concepto de salud es considerado en  estrecha relación con el de vida, libertad-liberación, paz, equilibrio, armonía, salvación, sanación, etc. No abordaremos de modo explícito este tema, pero nos sirve como marco de referencia.

Esta perspectiva, pues, abre el campo de nuestro propósito. La afirmación del valor terapéutico de la esperanza no es equiparable a otra que refiera el valor terapéutico, que pudiera atribuirse a una buena máquina o a una buena medicina que “devuelva la salud” a ciertos enfermos. Sin caer en la ridícula consideración de todos los hombres como enfermos, podemos decir, no obstante, que tal afirmación afecta en realidad a toda la persona porque se trata de una realidad antropológica.

Hablamos de esperanza. Pero “¿podemos hablar de lo que todavía no es? Sí, podemos, porque en el hombre y en el mundo no existe solamente el ser, sino también el poder ser, posibilidades de apertura hacia un más. Por eso, las afirmaciones de futuro que hacemos no pretenden sino explicitar, desentrañar y patentizar lo que está implícito, latente y dentro de las posibilidades del hombre”.[21]

Laín Entralgo dice que “cualquier reflexión acerca del oficio de curar deberá tener en cuenta, si aspira a ser profunda, esa condición de dispensador de esperanza que distingue y ennoblece al médico”.[22]

No es fácil subrayar el dinamismo esperanza cuando son palpables los problemas de los países en vías de desarrollo, cuando los primeros mundos se organizan según estructuras apáticas, cuando las estructuras sanitarias se organizan en torno a intereses políticos, económicos…

Vivimos en un mundo de muchas notas de inhumanidad. Pero dentro de él se puede vivir adoptando diversas actitudes. Hay quien no deja de lamentarse, quien sufre por las dificultades de la vida hasta enfermar de desesperación… pero hay también quien vive movido por un dinamismo que le lleva a hacer lo mejor, a centrarse en el amor generoso, a trabajar bajo el dinamismo de la esperanza. Quien es movido por ella sabe que, no solo el amor es posible y tiene un sentido, sino que es la fuente de todas las posibilidades profundas del hombre en un mundo deshumanizado.

Se trata de hacer entrar en el devenir humano el futuro, de manera que el que espera se opone de tal modo a lo inhumano que, por lo mismo, vive de un modo más humano, más sano, más en consonancia con la estructura antropológica que le constituye.

Y el que espera vive en un mundo más sano, porque centra su vida en el amor, igualmente no hay amor si no hay esperanza. Es la esperanza un ingrediente del amor. Así nos lo hace ver San Pablo cuando, en la hermosa descripción del himno sobre el amor dice: “El amor todo lo espera” (1 Cor 13,7).

Laín nos dirá que nada más lejos de la mente de Santo Tomás que la tendencia a concebir la esperanza como una aspiración quieta y contemplativa, platónica, como suele decirse. “Para él esperar es moverse con ardor y denuedo del cuerpo y el alma hacia la conquista de un bien alto y difícil. La pasión de la esperanza, en suma, hace del homo Viator un homo pugnator, un resuelto combatiente hacia su propia grandeza”.[23]

Hay, pues, como dice, Laín, un arte de esperar. Este consistiría en “el arte de conseguir que la vida sea una segura sucesión de presentes gustosos. Es una de las primeras condiciones de la felicidad humana y requiere un refinado cultivo de las capacidades y dotes naturales. Así, el esperanzado según arte, sin dejar de cumplir la inevitable exigencia de existir proyectado hacia el futuro, logra vivir con la máxima intensidad y la fruición máxima el instante que pasa”.[24]

En este sentido, el dinamismo de la esperanza tiene características precisas para Laín, tales como la cautividad, la comunidad, la paciencia, la disponibilidad.[25] Y la esperanza será esa que nunca se verá satisfecha. Por eso quizás dirá Unamuno: “¿No será la absoluta y perfecta felicidad eterna una eterna esperanza que de realizarse moriría? ¿Se puede ser feliz sin esperanza? Esperanza, esperanza siempre”.[26]

Por otra parte, si la esperanza es fundamental para la vida, para la salud, para la felicidad, ¿quién puede vivir si nadie le espera? Nadie puede permanecer en vida si realmente ninguna persona ni nada le espera.

Quizás un ejemplo –extremo, si se quiere- de hasta dónde llega el valor terapéutico de la esperanza es el efecto placebo. Lejos de ser un índice de una actitud del enfermo que anularía la posibilidad de existencia de una enfermedad real, es un signo de la estrecha relación entre la confianza y la curación, una prueba del valor terapéutico de la esperanza. Una guía farmacológica, explicando el término “placebo”, dice: “Un mecanismo psicológico o psicofisiológico asocia la confianza que el paciente deposita en un remedio con el efecto deseado de este”.[27]

4. La esperanza en la enfermedad

Un lugar donde hunde la esperanza sus más hondas raíces es en el mundo del sufrimiento, de la enfermedad, de la proximidad de la muerte. Cuerpo, mente, corazón, estallan en un deseo. Es el espacio privilegiado de la esperanza, la encrucijada de las pasiones más humanas.

En este escenario, la primera característica de la esperanza es la confianza. Sin ella nadie se somete a un análisis clínico, nadie entra en un quirófano. Nadie permanece ingresado en un hospital sin la confianza puesta en el personal que intentará ayudarle a recuperar la salud, o a vivir sanamente el displacer de la enfermedad y la dependencia. La confianza la define Laín como “el asentimiento personal al juicio acerca de la posibilidad de lo esperado”.[28]

La confianza que se deposita en los agentes sanitarios de un hospital o de un servicio de salud, permite conceder el consentimiento necesario para las acciones propias de los procesos diagnósticos, terapéuticos, rehabilitadores.

Conviene precisar, no obstante, que confianza no significa seguridad. Más aún, Santo Tomás decía: “La seguridad no pertenece a la esperanza”. En sentido cristiano, la esperanza conlleva también inseguridad. La confianza y la inseguridad se articulan de modo armónico en quien espera.

En un sentido radical, esta dimensión de la esperanza, se convierte en abandono. No se trata de un abandono pasivo, sino que, en terminología paulina, es un confiar verdaderamente en Alguien, sabiendo que en lo que está de nuestra mano, nunca se llega a cumplir totalmente lo deseado.

Otra dimensión de la esperanza, especialmente indicada para el momento de la enfermedad, es la paciencia. Laín Entralgo dice: “La paciencia que tan esencialmente pertenece a la esperanza, expresaría en forma de conducta esa conexión entre el futuro y el presente. La esperanza se realiza, cuando es genuina, en la paciencia. La esperanza es el presupuesto de la paciencia. Esperanza y paciencia se hallan en continua relación mutua”.[29] También hemos de decir que el itinerario va de la paciencia a la esperanza. Y el mismo Laín dice: “La paciencia conduce a la esperanza: quien cristianamente se ejercita en el empeño de soportar con buen ánimo la limitación y el dolor, acabará sintiendo que su vida se abre hacia una meta consoladora y esperada. Pero a la vez, y por obra de una de esas estructuras en círculo, que tan frecuentes son en la dinámica del alma humana, la esperanza es fuente de paciencia: quien mucho espera, mucho será capaz de sufrir sin agrura”.[30]

No está ausente esta doctrina de la enseñanza de San Pablo. Al contrario. Es frecuente escucharle exhortaciones a la paciencia, una paciencia activamente abierta hacia el futuro. A los hebreos, les dice: “Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido”. (Hebr 10,36). A los cristianos de Roma, les escribe: “Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra paciencia; la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”. (Rm 5, 3-5) Y en otro lugar: “Pero esperar lo que no vemos es aguardar con paciencia”. (Rm 8,25)

La palabra paciencia, en estos textos de San Pablo, traduce la hypomoné griega, que está cargada de significado: permanecer en la fe, constancia, perseverancia, fidelidad.

Al igual que sucedía con la confianza, que no se traducía en seguridad, tampoco la paciencia se traduce en pasividad, ni es opuesta a una cierta impaciencia. Boff dice: “Con impaciente paciencia y con temblor aguardamos y suspiramos”.[31] Y, sin contradecir cuanto dicho, es válido también lo que el famoso teólogo de la esperanza Moltman afirma: “… donde la fe se desarrolla en esperanza no hace a las personas tranquilas, sino intranquilas; no las hace pacientes, sino impacientes. En vez de amoldarse a la realidad dada, esas personas comienzan a sufrir por ella y a oponerse a la misma”.[32]

Es la misma dialéctica que apuntábamos más arriba entre confianza-inseguridad la que existe entre paciencia-impaciencia.

La necesidad de esta paciencia como factor terapéutico se ve de modo evidente cuando, para ser atendido en muchos servicios de salud, existen largas listas de espera que se prolongan durante el tiempo. Aunque en este caso sea una triste realidad, hay que decir que,  sin paciencia, no se cura una vesícula necesitada de una operación quirúrgica para ser liberada de un cálculo.

La sabiduría bíblica propone aún más al que se encuentra en la tribulación. Propone una esperanza que es fuente de alegría. La primera carta de Pedro dice a quienes se encuentran en una situación de sufrimiento: “Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas” (1 Pe 1,6). Häring nos lo dice con estas palabras: “La esperanza llena de gracia, la esperanza nutrida en común, la esperanza que acepta el misterio y la realidad de la cruz, descubre cada vez más la potencia de la resurrección. Esa es fundamentalmente una esperanza gozosa”.[33]

No es ajeno a la esperanza el miedo. Precisamente al mirar el futuro, que se presenta también con una dosis de indeterminación, produce miedo, aunque el futuro se le mire con esperanza. En el momento de la enfermedad, este miedo resulta, incluso, necesario. Dice Moltmann: “Es la esperanza la que nos da coraje, pero solo el miedo o la angustia nos hace circunspectos y cautos. Así pues, ¿puede la esperanza ser prevenida y prudente sin el miedo? El coraje sin cautela es estúpido. Pero la cautela sin coraje hace a las personas escrupulosas e indecisas. En este aspecto “el concepto de la angustia” y el “principio esperanza”, no son opuestos, después de todo, sino que son complementarios y mutuamente dependientes”.[34]

La esperanza, finalmente, es opuesta a una actitud de resignación en la vivencia de la enfermedad. Quien se resigna no camina. La esperanza es terapéutica también porque impide la resignación. Entendemos la resignación en un sentido pasivo, que puede llegar incluso a caer en el dolorismo. Laín Entralgo parece querer rescatar esta palabra en sentido positivo, diciendo: “Resignación es la apropiación del fracaso. No digo “aceptación”: esta puede no ser otra cosa que un mero soportar lo inevitable, un “conllevarlo”, según la expresiva palabra castellana; digo “apropiación”, incorporación positiva del fracaso en la vida personal, como ocasión para reordenarla”.[35] Así entendida, no es más que una actitud positiva, obviamente, que quizás hoy recibirá el nombre de resiliencia o integración, como palabras que comportan una actitud más activa y positiva ante lo inevitable.

5. La esperanza ante la muerte

San Pablo, escribiendo a los habitantes de Tesalónica, les dice: “Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza” (1 Tes 4,13).

Es cierto, un modo clásico de expresarnos en esta cultura es decir que el cielo es el objeto de la esperanza ante la muerte. Nuestro autor, Laín Entralgo, ve en el mismo acto de meditar sobre la propia muerte, un motivo de esperanza. Por eso dice: “Puesto que la muerte es el término de nuestra vida proyectable, el hecho de pensar en ella nos descubre la consistencia real de los proyectos que llenan esa vida. ¿Qué es el acto personal de morir, sino un definitivo poner a prueba nuestro personal modo de sentir y entender la “prueba de la vida” y, por tanto, la hondura y el alcance de nuestra esperanza? (…) La praemeditatio mortis, que puede ser motivo de desesperación, acaba siempre haciéndose venero de esperanza genuina. Sin la muerte, solo en estado larvado habría esperanza, dice G. Marcel. Así es, hasta cuando el hombre cierra sus oídos a la tenue y clamorosa voz que en él pide “ser siempre” –con plegaria expresa o sin ella- cuantas veces se enfrenta con la idea de morir”.[36]

No, no puede ser una falsa ilusión. No se trata de engañarse a sí mismos ni de engañar a nadie. Quizás sean efectivamente demasiados los pacientes que son engañados con historias de curación, mientras pocos los consoladores que en lugar de hablar de la espera del mañana, acogen con oídos atentos las esperanzas de los pacientes.

El coraje de no huir de la conversación difícil sobre la muerte –y por lo mismo sobre la esperanza-, es respetar el derecho de quien está al final de la vida dispuesto para ser ayudado en la globalidad de sus necesidades. Hablar con el enfermo suele tener siempre un valor terapéutico cuando la conversación está basada en la verdad.

Diversos autores concuerdan al afirmar que la esperanza permanece siempre, a lo largo de todas las fases de la enfermedad. Laín dice: “Los enfermos incurables pierden la vida, pero nunca la esperanza, solía decir por aquellos años el médico Joh. Chr. Reil (…). Maine de Biran escribió por su parte: “La naturaleza que nos ha dado la esperanza en nuestros males más extremos, no ha querido ponerle límites y nos la ha prolongado más allá del término que parece no permitirlo… La religión ha venido a confirmar la esperanza que daba la naturaleza”.[37]

La doctora Kübler-Ross, que trabajó abundantemente con enfermos terminales, especialmente oncológicos, en el intento de describir las diversas fases por las que pasa el enfermo terminal para poder ayudarle mejor respetándolas, dice que la única cosa que persiste durante las fases es la esperanza, como deseo de que todo tenga un sentido;  y que se concreta,  a veces, en esperanzas muy particulares: que todo sea un sueño, que se descubra una medicina nueva para su enfermedad, que no muera en medio de dolores atroces o abandonado en la soledad e indiferencia, etc.[38]

La esperanza, por tanto, no tiene solo un nombre. Diríamos que tiene apellidos, que toma colores diferentes y se va amoldando como dinamismo activo en medio de la adversidad. Y cada hilo de esperanza es un lazo con la vida. Y en este contexto se encarna la esperanza cristiana. Esta surge de las experiencias positivas y de sentido vividas en el más acá. “La esperanza más allá de la muerte surge de experiencias positivas, de experiencias de sentido, que se hacen en esta vida: cuando el amor dice: “no morirás”, o cuando en un instante se dice: “quédate, eres tan hermoso”. Sin estas experiencias positivas en la vida es imposible tener una esperanza más allá de la muerte: las experiencias buenas de esta vida son promesas que en esta vida no reciben ningún cumplimiento”.[39]

La esperanza en el más allá, en la resurrección, debe encarnarse en el enfermo terminal en un contexto de vivencia del amor. Entonces tiene un valor terapéutico. La felicidad de la que gozamos en la tierra, el bien que hacemos y el amor que saboreamos en la cotidianeidad, tienen efectivamente un valor terapéutico. La muerte de una vida llena de amor no puede ser una muerte sin esperanza. Quien ama y es amado sabe realmente morir, porque lo que asusta de la muerte es la falta de amor, la soledad y el dolor, la incomprensión, el darse cuenta de no haber vivido centrado en el amor.

Es este amor, experimentado de un modo muy particular en la fase terminal, el que abre también a la esperanza en la resurrección. Quizás por eso se podría decir que el que ama muere muchas muertes y vive muchas resurrecciones porque, de alguna manera, existe la experiencia de la resurrección, siempre que hay experiencia del amor. Es el amor el que pide y exige que la muerte sea negada y, a su vez, aceptada. Es la esperanza de que el amor permanezca siempre (1 Cor 13,13) porque es la que sana en la terminalidad. Ya decía Gabriel Marcel que amar significa decir “no has de perecer”, “tú no morirás”. El cielo será la salud plena para el cristiano.

En todo caso, la muerte, en algún sentido, sigue teniendo su aguijón. Siguen muriendo prematuramente niños, siguen muriendo injustamente muchas personas, sin la posibilidad de encarnar dinamismos de amor en el sufrimiento.

Nadie es la esperanza, pero todos podemos ser el eco de la esperanza, como nadie es la salud, pero todos podemos ser agentes de salud. Solo una vida comprometida en la esperanza y su valor terapéutico tendrá sabor a amor y valdrá la pena ser vivida, aunque sea en la adversidad de nuestra limitación y vulnerabilidad humanas. Son hermosas las palabras bíblicas que encontramos en la primera carta de Pedro: “Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15).

[1] COLOMBERO G., “La Malaita, una stagione peri l coraggio”, Paoline, Roma 1981, p. 66.

[2] LAIN ENTRALGO P., “La espera y la esperanza”, Alianza, Madrid 1984, p. VIII.

[3] Ibidem., p. 483.

[4] Ibidem., p. 492.

[5] Ibidem., p. 571.

[6] Ibidem., p. 570.

[7] Ibidem., p. 572.

[8] Ibidem., p. 88-114.

[9] Ibidem., p. 600.

[10] ALFARO J., “Speranza cristiana e liberazione dell’uomo”, Queriniana, Brescia 1973, pp. 28-29.

[11] LAIN ENTRALGO P., op. Cit., p. 238.

[12] Cfr. Ibidem., p. 180-181.

[13] Cfr. Ibidem., p. 238.

[14] Cfr. LAIN, P., op. cit., pp. 302-303.

[15] BOFF L., “Hablemos de la otra vida”, Sal Terrae, Santander 1979, p. 17.

[16] MOLTMANN J., “Experiencias de Dios”, Sígueme, Salamanca 1983, pp. 103-104.

[17] LAIN ENTRALGO P., op. cit., p. 24.

[18] Cfr. HÄRING B., “Liberi e fedeli in Cristo” II, Paoline, Roma 1980, p. 482.

[19] NOUWEN H.J.M., “Il guaritore ferito”, Queriniana, Brescia 1982, p. 57.

[20] SPINELLI, …., “Por un hospital más humano”, Paulinas, Madrid 1986, p. 111.

[21] BOFF L., “Hablemos de la otra vida”, Sal Terrae, Santander 1979, p. 17.

[22] LAIN ENTRALGO P., op. cit., p. 10.

[23] Ibidem., p. 99.

[24] Ibidem., p. 154.

[25] Ibidem., p.  304-305.

[26] Citado por LAIN ENTRALGO P., op. cit., p. 395.

[27] Cfr. AAVV., “Guía farmacológica para la asistencia primaria”, Ministerio de Sanidad y consumo, 1984, p. 204.

[28] LAIN ENTRALGO P., op. cit., p. 576.

[29] Ibidem., p. 350.

[30] Ibidem., p. 49.

[31] BOFF L., op. cit., p. 76.

[32] MOLTMANN J., op. cit., p. 26.

[33] HÄRING B., op. cit., p. 481.

[34] MOLTMANN J., op. cit., p. 65.

[35] LAIN ENTRALGO, P., op. cit., p. 594.

[36] Ibidem., p. 596-597.

[37] Ibidem., p. 541.

[38] KÜBLER-ROSS E., “Sobre la muerte y los moribundos”, Grijalbo, Barcelona 1974, pp. 180-181.

[39] VORGRIMLER H., “El cristiano ante la muerte”, Herder, Barcelona 1981, p. 43.

 

 

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