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Al final de la vida ¿qué bioética?

Autor: José Carlos Bermejo

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Abstract

El final de la vida no sólo plantea el problema de la autonomía en su gestión y, por tanto la hipótesis de la eutanasia y el suicidio asistido. Más bien éste es un problema de baja frecuencia, mientras que otras cuestiones son realmente frecuentes, como la humanización de los cuidados, la necesidad de “sanar” las patologías de la medicina, la limitación del esfuerzo terapéutico, el uso correcto de la sedación, la promoción de una muerte apropiada por el sujeto… En el fondo, es urgente una gramática sobre el morir que permita, antes que hacer juicios éticos, entendernos sobre las situaciones conflictivas, superando la impulsividad que suele darse cita en temas delicados como estos.

The end of life raises the problem of autonomy, not only from its management point of view, and, therefore, the hypothesis of euthanasia and assisted suicide. In fact, this problem is not very frequent. There are other issues which are really frequent, such as the humanization of care, the need of “healing” the pathologies, the limitation of therapeutic effort the proper use of sedation, the need of promoting a proper death for the subject… In essence, there is a need of grammar on the subject of death, which allows an understanding of controversial situations. Thus, before making ethical judgments, we will be able to overcome the instincts that very often arise when talking about such delicate issues.

1. Introducción

Me resulta difícil imaginar que sean muchas las personas que, ante el tema del final de la vida visto desde el punto de vista bioético, no caigan espontáneamente en la pregunta sobre la eutanasia.

Es posible que sea un grupo más numeroso el que piense también en otros problemas importantes, tales como el suicicio asistido, la sedación terminal, la relación médico-paciente y el problema de la comunicación de la verdad, la obstinación técnica (conocida más comúnmente con la expresión que se pretende superar: “encarnizamiento terapéutico”).

Algunos otros, sensibles a temas que nos van siendo “servidos” por los medios de comunicación ante casos realmente complejos, pueden evocar también la cuestión de la limitación del esfuerzo terapéutico, los tratamientos fútiles, la cuestión sobre si la hidratación y la nutrición artificial son terapia o medidas de soporte vital debidas, etc.

Aun entrando en este espacio complejo de problemas éticos, tomaré una postura particular en lo que se refiere a la bioética al final de la vida. Considero que los temas de interés más universal y relacionados más con el mundo relacional y con la justicia, son menos afrontados que aquellos que reclaman la autonomía individual. Este enfoque justificará el espacio dado a los diferentes temas desarrollados a continuación.

Por eso, al final de la vida, ¿qué bioética?, permite situarme en una propuesta que deseo calificar de humanización de la bioética.[1] Se traducirá esta en una mayor atención a cuanto tiene que ver con la ética de la cotidianeidad, la ética del cuidar, de las actitudes en la relación, la promoción de la responsabilidad individual y colectiva ante la propia vulnerabilidad y el propio morir. Humanizar la bioética nos debería llevar a tomar perspectiva y, a la vez que no negamos la complejidad de ciertos problemas, los colocamos en su lugar, haciendo un ejercicio de zoom de mayor perspectiva con ellos para ver qué lugar ocupa cada uno en el escenario mundial, en el sentido común –digámoslo también así-. Podría ocurrir, de lo contrario, que nuestra atención se detuviera única y exclusivamente en lo que les interesa a unos pocos, muy pocos realmente, olvidando cuestiones que son de interés universal.

Contribuiríamos a humanizar la bioética si no habláramos sólo de la necesidad de crear y apostar por una cultura de la vida, sino también –y sin miedo- la urgencia de contribuir a una sana cultura de la muerte. La muerte se da, es la expresión de nuestra máxima condición de finitud. En torno a ella hemos de conjugar valores, no negación.

2. Sanar el morir

La actitud de la cultura actual ante la muerte tiene connotaciones distintas de otros tiempos. Una especie de negación defensiva parece pretender imponerse para “evacuar la muerte” y hacerla desaparecer de la vista de todos, llevando a experimentar una especie de vergüenza de la muerte y a hacer como si no existiera, encerrándola, por ejemplo en el hospital. Y así, llena de tubos, corre el peligro de convertirse hoy en una imagen terrificante y macabra.

Por otra parte, el espectáculo que los medios de comunicación nos dan con la exhibición de abundantes imágenes de muertes violentas, más que de muertes domésticas, como las de otros tiempos (la muerte en casa), parece responder a un tratamiento que podríamos llamar “pornográfico” de la muerte; es decir, aquello que es sagrado se banaliza, cayendo casi en una forma de voiyeurismo de la muerte, es decir, un mirar obsceno a lo que debería ser mirado con paz y respeto.

El ideal de muerte de hoy en el imaginario cultural es el de la muerte clandestina, la muerte del hombre masa, que consistiría en salir de la sociedad furtivamente, sin provocar fuertes emociones ni causar molestias: una muerte vivida en la serenidad de la aceptación, que no interpele, que no moleste con su crudeza y su realismo más de lo imprescindible. Se diría que podríamos estar padeciendo una forma de síndrome de Diógenes, encerrándonos en nosotros mismos y desocializando el morir.

Si consideramos la muerte como un simple problema, un obstáculo, algo separado de nosotros mismos, entonces la actitud que surge es la de la lucha técnica contra ella o su negación. Si la consideramos, en cambio, como misterio, como algo que no nos resulta extraño, sino que nos envuelve, entonces la actitud adecuada sería la de su integración, como una realidad que nos toca vivir ineludiblemente. En esta segunda forma de pensar se inspiran los cuidados paliativos: asistir, cuidar a quien vive el morir más allá de toda forma de encarnizamiento terapéutico y más allá de negar lo inevitable. Se reivindica entonces el ideal de muerte lúcida, apropiada, consciente.

Ante una realidad tan compleja, que la cultura de hoy intenta afrontar con un aumento de bibliografía, presentándola en diferentes películas, mediante la promoción de programas y servicios de cuidados paliativos… surge la cuestión de cómo atender a los que mueren de manera humanizada, cómo sanar el morir de estas patologías que experimenta víctima de una serie de enfermedades de la cultura y, en particular, de la cultura médica. No de la cultura de los médicos, sino de la cultura médica que construimos todos los ciudadanos.

Da la impresión a veces, de que sufrimos una especie de asepsia emocional, una especie de deseo de vivir el morir sin que nos provoque sentimientos incómodos, buscando una cierta “muerte higiénica”, sin atravesarla de manera humana, coloreada de sentimientos de diferente naturaleza. En otras ocasiones parecería que padecemos una invasiva infección emocional que nos hace reaccionar ante las cuestiones éticas de manera brusca, tajante y pasional.

Al pensar en la cultura de la muerte de hoy no podemos evitar tomar conciencia de la cultura médica. En efecto, la medicina podemos decir que está enferma. No sólo padece la conocida iatrogenia social a la que se refería Ivan Illich cuando analizaba especialmente el mundo hospitalario y su capacidad de provocar patologías[2]. Padecemos, efectivamente una excesiva dependencia de los fármacos. El consumo excesivo que hacemos de medicinas y procesos diagnósticos rutinarios e incluso inútiles, se convierte en una especie de parálisis de capacidades humanas de integrar el sufrir y el morir propios de nuestra condición.

Humanizar el morir pasará, por tanto por sanar la medicina, la cultura médica. En efecto, un simple diagnóstico –no por ello superficial- nos permite decir que la medicina padece una pluripatología. Está enferma de hemiplejia: se centra demasiado frecuentemente con exclusividad en la parte biológica y se reduce a una medicina biologicista, vacía de antropología y minusvalorando el poder que tiene la relación interpersonal y particularmente la escucha. Los profesionales que tienen que tratar con el morir en tantas ocasiones son víctimas de un dinamismo mortal que mata la sana antropología que debería sustentar el quehacer médico.

Por otro lado, la cultura médica –construida por todos, no sólo por las facultades y los galenos-, sufre un claro estrabismo ético que lleva a ver los problemas éticos exclusivamente como dilemas y se centra casi exclusivamente en aquellos problemas de alta intensidad y baja frecuencia, que se dan particularmente donde la sobredosis tecnológica coloniza las relaciones, olvidándose de la ética de la cotidianeidad propia del cuidar. A veces, este estrabismo lleva incluso a impedir la mirada al problema en su complejidad y a reconocerlo incluso como tal problema ético.

Somos conscientes y víctimas del peligro de la miopía médica que nos lleva a la tendencia a ver sólo lo que procede de la conocida “medicina basada en la evidencia”, reconociendo sólo el carácter científico a cuanto emerge de un tipo de ciencia, que deja poco espacio a la inteligencia emocional y espiritual y, por tanto, a lo que podríamos llamar “medicina basada en la afectividad”.

Podemos, en efecto, ser víctimas de una cierta anoxia (falta de oxígeno) del tejido relacional a la que llegamos cuando la palabra se convierte en vil bisturí o el silencio refleja la incompetencia relacional y emocional de los profesionales sanitarios y de los cuidadores de los enfermos al final de la vida. O también cuando se reproduce un paradigma paternalista en el que predominan las relaciones llamadas profesionales, pero entendidas de un modo que excluyen la proximidad personal y afectiva.

No ignoramos tampoco una cierta paranoia médica que colorea la sociedad cuando experimenta delirios de grandeza con las posibilidades de intervención experimentadas en términos de omnipotencia sobre las patologías y cuyo pensamiento equivocado se asocia al narcisismo que nos impide hacer la paz con la vulnerabilidad humana y la muerte.

Sufrimos, por otro lado, una cierta lamentorrea de repetición en relación al sistema sanitario, a los procesos, a la relación médico-paciente… que nos puede llevar a lamentarnos de lo que no funciona olvidando que la lamentación es el primer paso del dinamismo de la esperanza, que debe llevar también al compromiso responsable a nivel personal en las distintas iniciativas de mejora y humanización.

Estoy convencido del hecho de que sufrimos, en este conjunto de patologías de la medicina y de la cultura médica de la que participamos, una cierta atrofia de los sentidos (entre los cuales, a veces, el sentido común), particularmente el de la vista, que se manifiesta bajo forma de uso escaso de la mirada en la relación con los pacientes al final de la vida, o incluso del contacto físico, bajo forma de ausencia de cercanía o incluso de todo tipo de contacto entre las personas; por no hablar también del problema de la ausencia de la escucha en tantas formas de relación pretendidamente terapéutica.

¿Será acaso que la medicina se ha enfermado porque no la hemos cuidado? ¿La tendremos que llevar al hospital? ¿Estará viviendo un proceso de excesiva hospitalización y la tenemos que sacar del hospital? ¿La habremos reducido a veterinaria de cuerpos humanos y en este contexto tiene lugar la muerte? ¿Habremos desarrollado una homo-fobia cuando en realidad la medicina debería ser experta en humanidad? ¿Sucederá que la muerte y sus anuncios bajo forma de enfermedad, nos provocan un rechazo tal que caemos en el pecado original y no queriendo morir, morimos en realidad a nuestra condición humana? ¿Habremos llegado a una forma de alergia a la muerte congénita?

Sin duda, la medicina, la cultura médica que construimos todos los seres humanos, llamada también a atender humanamente el final de la vida, no sólo a luchar contra la muerte, está ante el reto de sanar las enfermedades que posiblemente padece para humanizar el morir. Un reto compartido por todos.

3. Aclarar el morir

En torno al morir, a la muerte, a las relaciones que entablamos los seres humanos porque nos acompañamos, nos ayudamos profesionalmente o familiarmente, hemos de contribuir todos a aclarar conceptos, a desarrollar una gramática del morir.

No son las palabras las que arreglan el mundo, pero sin duda contribuyen a construir una necesaria cultura del morir en sintonía con los valores más genuinamente humanos.

La comunicación entre cuidadores y enfermos terminales, a veces está enferma de lo que podríamos llamar dióxido de palabras, frases hechas con las que pretendemos dirigir una palabra al otro y lo que hacemos más bien es herir su corazón porque no nacen de la verdad, del reconocimiento de la verdad que sucede entre los agentes en juego.

A veces, estas son palabras huecas, vacías. Otras veces, hemos de reconocer que en las relaciones interpersonales, la comunicación, no siendo aséptica nunca, puede ser tanto benigna como maligna, como el cáncer.

Una buena comunicación puede convertirse en la experiencia más humanizante y terapéutica de la que disponemos, si conseguimos comprender la farmacología clínica adecuada a la persona, al momento, a la situación, y logramos conocer la posología idónea para su suministración. Hemos de reconocer humildemente la dificultad universalmente experimentada en las relaciones con los enfermos al final de la vida. Son momentos de gran intensidad emocional porque evocan nuestra propia muerte. Una mala comunicación con el enfermo al final de la vida, puede convertirse en un cáncer para la familia, capaz de metastatizar a todo el grupo.

Por eso, para aclarar el morir y realidades que lo acompañan, para evitar un posible síndrome confusional en torno al morir, hemos de evitar entrar en dinamismos que nada ayudan si no están claros.

Así, es necesario no asociarse con las dinámicas de la conspiración del silencio por una actitud pseudocaritativa que normalmente es el escondite del miedo no reconocido de quienes no son capaces de hablar en verdad. Tengamos en cuenta que lo terrible y conocido es menos cruel que lo terrible y desconocido.

Hemos de superar, igualmente la demonización de la sedación paliativa y terminal, por miedo a que ésta pueda tener relación con la eutanasia o adelantar la muerte. La sedación es necesaria cuando, con consentimiento del interesado o de la familia, es la mejor praxis médica para aliviar sufrimientos que de otro modo no se consiguen.

Por otro lado, hay personas que experimentan dificultad a admitir que es oportuno la limitación del esfuerzo terapéutico. Sentimientos de culpa no bien manejados pueden transformarse en querer hacer todo lo que se tiene al alcance de la mano o de los recursos económicos, incluso cuando no sea racional y no se esté más que prolongando irracionalmente una vida cuyo fin debe aceptarse ya.

En la reflexión sobre la consideración de la alimentación y la nutrición, como ha podido ser el caso de la italiana Eluana, alimentada artificialmente durante 17 años en coma y cuyo padre solicitó la retirada de la alimentación y la hidratación, hemos de reconocer –dentro de la complejidad- que si el debate hubiera estado en torno a si la alimentación y la hidratación artificiales son “tratamientos” o son “medidas de soporte vital” que no merecen el nombre de tratamientos, nos podrían ayudar preguntas tan sencillas como estas: ¿dónde se fabrican las sondas nasogástricas y las perfusiones? ¿Quién las distribuye? ¿Quién las suministra? Ciertamente no en el supermercado ni en la tienda de comestibles. Una pista ya nos viene dada por esto mismo. Quizás tenerlas tan fácilmente al alcance de la mano en ciertas latitudes (y tan lejos en otras, ¡Dios mío!) nos oscurezca el razonamiento. Total… “una sondita”, “una vía”… La consideración de tratamiento arroja un modo muy concreto de argumentar, que siempre permitirá la renuncia a él por razones varias. 

La promoción de una vida hasta la muerte natural no puede ser el argumento que lleve a mantener a las personas llenas de tubos hasta el punto de caer en la obstinación técnica (que no merece el nombre de “encarnizamiento terapéutico”), y que no es más que una mala praxis.

Asimismo, contribuirá a promover una muerte digna evitar realizar juicios sobre los sentimientos, como si su experiencia fuese indicador de debilidad espiritual, como si los miedos o las expresiones de desesperación fueran falta de esperanza.

Hay contextos en los que se subraya mucho el valor del sufrimiento, olvidando que el único sufrimiento que puede tener sentido es aquel que es consecuencia de la lucha contra el sufrimiento, y que no hay acto de caridad más alto que el alivio del dolor ajeno.

La necesaria claridad que estamos reclamando, requiere evitar ver en el testamento vital cuestiones de desconfianza o una puerta abierta a la promoción de la eutanasia, en lugar de un modo sano de tomarse en serio la responsabilidad en la gestión del propio morir.

Igualmente, tal claridad hemos de tenerla ante el concepto de eutanasia, tan confuso en la sociedad en general y tan condenado impulsivamente, en lugar de aclarado. No puede confundirse con la eutanasia ni el suicidio asistido ni la limitación del esfuerzo terapéutico bien hecha.

Solo la claridad de los conceptos permitirá que en torno al morir nos centremos en las verdaderas necesidades de los pacientes y sus familias para acompañarles de manera digna.

Solo una adecuada gramática del morir nos permitirá poder debatir sobre cuestiones en torno a las cuales hemos de caminar y no quedarnos estancados en posiciones del pasado, puesto que el desarrollo tecnológico sigue planteándonos problemas nuevos que requieren una respuesta fruto de la prudente deliberación humana hecha gracias al genuino diálogo.

4. Luz para los temas de siempre

En efecto, el avance de la conciencia de la responsabilidad ante nuestra propia vida, así como una cierta exaltación del principio de autonomía, nos están llevando a poner sobre la mesa cada vez más el tema de la eutanasia. En realidad, deberíamos reservar este concepto a aquellos actos que tienen por objetivo terminar deliberadamente con la vida de un paciente con enfermedad terminal o irreversible, que padece sufrimientos que él vive como intolerables y a petición expresa de éste, en un contexto sanitario. La delimitación de este concepto, puede arrojar mucha luz para liberarse de argumentaciones descentradas o no precisas.

Si evitamos el encarnizamiento técnico, el uso desproporcionado de tecnología al final de la vida, de modo particular cuando lo hacemos por la facilidad con que tenemos acceso a ello, sin ponderar sanamente sus efectos sobre la persona y la colectividad; si hacemos un buen uso de la sedación paliativa (y terminal), si evitamos los tratamientos fútiles, inútiles, no indicados por el sano criterio del arx medica, si nos atenemos a la definición con rigor (el viejo concepto de eutanasia activa), si promovemos un buen cuidado a los enfermos al final de sus vidas, unos buenos cuidados paliativos, tanto en hospitales como a domicilio, en unidades extra-hospitalarias, la eutanasia se convierte en un problema menor. Es decir en un problema de alta intensidad y baja frecuencia, de alta complejidad argumental y de muy baja prevalencia. No sucede lo mismo, en cambio, con el encarnizamiento técnico, al menos en los países desarrollados, donde este es un problema mucho más frecuente y más fácilmente evitable, siendo su incidencia realmente grave.

Hans Küng, sabiamente nos ha invitado a considerar que a la vez que hemos conquistado mayor conciencia de responsabilidad en el inicio de la vida, hemos de conquistar mayor conciencia de responsabilidad al final de la vida.[3]

Por eso, haría mucho bien a la sociedad recordar con Hipócrates, que el objetivo de la medicina es disminuir la violencia de las enfermedades y evitar el sufrimiento a los enfermos, absteniéndose de tocar a aquellos en quienes el mal es más fuerte y están situados más allá de los recursos del arte.

Es interesante constatar cómo en diferentes instancias del Magisterio de la Iglesia se afirma, como también en otros espacios de reflexión ética, que “la vida no es un valor absoluto”[4]. Asimismo, y en particular desde el Magisterio de Pío XII, se va considerando la necesidad del discernimiento en el uso de los medios técnicos y de la analgesia, aunque ésta pueda adelantar el momento de la muerte. La evolución de la reflexión, el cambio de terminología, así como el permanente reclamo a la última instancia de moralidad, que es la conciencia (GS 16), constituyen pasos humanizadores en torno a la reflexión sobre algunos problemas éticos al final de la vida.

Por otro lado, nuestra cultura está poco habituada a convivir con la limitación del esfuerzo terapéutico. Este concepto fue introducido inicialmente por los médicos de las UCIs para la suspensión o el no inicio de tratamientos con técnicas de soporte vital. Sin embargo, en ciertas circunstancias habrá que aplicarlo también a otras especialidades y otros tratamientos (incluso la alimentación artificial).[5]

La limitación del esfuerzo terapéutico consiste en acotar el campo de lo técnicamente posible en la actitud terapéutica, por lo médicamente indicado en cada momento de la evolución clínica, respetando la voluntad del paciente capaz y competente o, en su defecto, la familia.

Naturalmente, para promover la limitación del esfuerzo terapéutico se han de dar algunas condiciones, tales como: Que el paciente no tenga expectativas razonables de recuperación, que el proceso no sea un retraso inútil de su muerte.

Así como se ha introducido sensata y necesariamente esta terminología justamente para evitar lo que más se produce (ensañamiento), en 1980, Jonsen introdujo el concepto de futilidad para referirse a aquella actuación médica que carece de utilidad para un particular paciente y que, por tanto, puede ser omitida por el médico, o bien, dicho de otro modo, aquella intervención médica que pretende proveer un beneficio al paciente en una situación en la que la razón y la experiencia sugieren que el éxito de la intervención es muy improbable y cuyas excepciones no se pueden reproducir sistemáticamente.[6]

Obviamente, la aclaración de estos conceptos debe arrojar luz en el discernimiento de los problemas éticos que nos generan tantos debates, en muchos de los cuales, lo que más reina es la confusión de conceptos y el apasionamiento acalorado en pobres argumentaciones.

Algo semejante puede suceder con la sedación. Esta consiste en la administración de fármacos adecuados para disminuir el nivel de conciencia del enfermo, con el objetivo de controlar algunos síntomas o de prepararlo para una intervención diagnóstica o terapéutica que pueda ser estresante o dolorosa. En principio, está indicada en situaciones de delirium, disnea, dolor, distrés emocional, hemorragia… La sedación es únicamente la administración de fármacos apropiados  para disminuir el nivel de conciencia del enfermo  con el objetivo de controlar algunos síntomas.

En enfermos al final de la vida, en el contexto de la estrategia paliativa, hablamos de dos conceptos: sedación paliativa y sedación terminal, en los que la administración de fármacos sedantes pretende conseguir el manejo de diversos problemas clínicos (ansiedad, disnea, insomnio, crisis de pánico, hemorragia, sedación previa a procedimientos dolorosos, etc.). Se entiende la sedación terminal como un tipo particular de  sedación paliativa que se utiliza en el periodo de la agonía. En enfermos terminales la administración de fármacos sedantes, per se, no supone un problema ético si se han seguido las indicaciones correctas, y si se realiza con el consentimiento del paciente.

Desde el punto de vista ético y terapéutico, la sedación paliativa o terminal es una  maniobra terapéutica dirigida a aliviar el sufrimiento del paciente y no el dolor, pena o aflicción de la familia o del equipo sanitario. La presencia de un intenso sufrimiento en la familia requiere un mayor grado de dedicación por parte del equipo sanitario. El agotamiento del equipo debe detectarse y tratarse con mecanismos de apoyo específicos para el mismo.

5. Adjetivar la muerte

Si una característica puede tener el morir para que este merezca el calificativo de digno es un morir apropiado.

El ideal de muerte sentido hoy mayoritariamente como un ideal no consciente reclama un morir repentino que nos impediría vivir el morir. El empeño de la ciencia, en cambio lucha por postponerlo y promover una vida más larga. Esta vida prologada conlleva también la posibilidad de vivir más tiempo conviviendo con patologías largas, así como con otras degenerativas.

En todo caso, el ser humano, a diferencia de los animales, tiene la posibilidad de vivir el morir si no son expropiados de esta posibilidad. Esta es la primera característica, pues, que debería tener una muerte digna: una muerte apropiada, no expropiada como nos lo hace ver de manera tan clara Tolstoi en “la muerte de Ivan Illich”.[7]

Morir dignamente consiste en hacer el esfuerzo por adjetivar el proceso personal y acompañar desde el entorno a adjetivar con semejantes palabras el final. Cada persona, así, podría imaginar su propio proceso describiéndolo con calificativos personales, propios, que hicieran de este momento de su existencia un momento tan imporante que es, definitivamente, el último.

Una muerte sería tanto más digna cuanto más fuera dicha por el sujeto y las personas a las que más le afecta. Una muerte “dicha” es aquella en la que hay espacio para la voz, para las palabras en torno al morir, donde se consiga escuchar lo que se dice y lo que no se dice, así como lo que hace decir aquello que se dice y lo que hace no decir aquello que no se dice.

Una muerte digna sería aquella que mereciera el adjetivo de bella, pero no en un sentido idealizado, sino una muerte en la que la persona viva hasta el último instante, que no muera antes, que no le vivan los demás o le mueran los demás.

Una muerte adjetivada sería aquella en la que los sujetos se sintieran contentos, es decir, salvados por la muerte, porque la muerte de la muerte sería la muerte del amor y de la solidaridad. Es la muerte la que da sentido último a nuestra vida, y lo es si somos capaces de llenar (con-tenti) de contenidos y de comunión nuestras relaciones.

Promover una muerte adjetivada significa hacer lo posible porque la muerte lo sea de artesanos del morir, que el morir sea una dimensión de la vida a la que ya nos hayamos ido entrenando a lo largo de la misma, aprendiendo a perder y a integrar progresivamente nuestra condición de finitud.

Hablar de muerte digna significa trabajar porque la persona se gobierne a sí mismo en el máximo de sus posibilidades, gobernando así el espacio (físico, personal, afectivo, etc.) que le rodea en los últimos meses o días, hasta donde la naturaleza y la limitación personal lo permita.

Una muerte humanizada es aquella donde se pueda desarrollar la legítima rareza de cada uno, donde puedan ser expresados de manera adecuada los sentimientos, los deseos, las compañías deseadas o no, las expectativas…

Una muerte digna sería aquella que se convierta en verdadera expriencia de amor porque experiencia de muerte la hace sólo el que ama. De la muerte deberíamos hablar como hablan los enamorados, que aman la vida porque es limitada, porque desean sacarle el máximo jugo y gozo a cada instante.

La muerte debería ser un ejercicio de aprendizaje, de arte, porque una sola cosa es el “ars vivendi” y el “ars moriendi” cuando se supera la idea de que el morir sea un instante y se concibe como un proceso en el caminar humano hacia la realización de lo que somos y lo que estamos llamados a ser.

Sería más humana aquella muerte que pudiera ser narrada. Porque, en el fondo, de aquello que no podemos hablar, lo mejor que se puede hacer es… narrarlo.[8] Una muerte narrada permite ser adjetivada por uno mismo, por los seres queridos. No encuentra explicación a los porqués, pero se llena de palabras al hablar de los cómo.

En el fondo, una muerte adjetivada sanamente recibiría el nombre de muerte elegante, porque sería a la medida de la capacidad responsable del propio elegir (=elegante) personal. Considerar la vida como un don, para quien así la interpreta, o un don de Dios, no debería llevarnos a pensar que su fin tenga que ser dejado exclusivamente a los juegos de hazar de la caprichosa naturaleza no racional.

Una muerte adjetivada podría ser vivida así como la vida de un archipiélago, que se caracteriza justamente por estar unido por aquello que separa.

La muerte adjetivada se convertiría así en experiencia de misterio en lugar de simple problema que gestionar. El misterio no es algo que esté fuera de nosotros y tenga solución. Eso es el problema. El misterio está dentro de nosotros, nos envuelve y no tenemos más posibilidad que vivirlo. Vivirlo humanamente comportara la máxima expresión de salud de una persona, que se traduce en la meditatio mortis, que no será la desagradable obsesión por la misma, sino la humana comprensión del valor último de la vida a la vista de su fin.

6. Muerte biográfica

 Acompañar a vivir la última etapa de la vida supone considerar la muerte como el fin de una biografía humana reconociendo lo específicamente humano. Porque la muerte reconocida únicamente como el fin de una biología da paso a la deshumanización y a la despersonalización.

Morir puede ser triste, pero morir los unos para los otros antes de morir es mucho más triste. Y esto es lo que sucede cuando tanto las palabras como el silencio imponen su lado trágico.

Queriendo evitar el drama de la verdad, caemos a veces en la soledad y el abandono en la proximidad de la muerte. El silencio, que puede ser un saludable correctivo a la retórica banalizante de las palabras y pudiera ofrecer quizá el consuelo que viene de la muda solidaridad, en estas condiciones es sólo un vacío de palabras. Comunica al enfermo incurable que ya no es alguien con quien se pueda comunicar. Es decir, le comunica que socialmente puede darse por muerto y que en realidad sólo queda asistir al fin de una biología.

El encuentro en la verdad, en cambio, el diálogo con el enfermo terminal basado en la autenticidad, genera libertad. Produce cierto pánico, pero da paz al superviviente y serenidad a quien escribe el último capítulo de su vida.

Tanto familiares como profesionales, pueden llegar a sentirse bloqueados y culpables por estar sanos junto a un ser querido en proceso de muerte. Al fin, es él el que va a morir. Comunicar con el enfermo en este estado de angustia resulta difícil. Es como si todo lo que se dice sonara un poco a incoherencia y a pobreza o artificialidad. Es incómodo y doloroso estar junto al moribundo, como sentirse acusados por el silencio del enfermo de no hacer nada para curarle.

Sin embargo, superadas las barreras, el encuentro en la verdad ayuda al enfermo terminal a elaborar su duelo anticipatorio por lo que prevé y experimenta que está perdiendo, y ayuda al ser querido o profesional a elaborar el dolor que producirá la pérdida y que se empieza a elaborar de manera anticipada también antes de que acontezca.

Reconocer la experiencia del duelo y de sus diferentes tipos,[9] constituye un modo de acompañar a hacer de la experiencia de morir un acto biográfico en el que la vida se narra y recibe una nueva luz de sentido.

En efecto, acompañar a quien narra su vida está cargado de contenido simbólico, porque narrar la propia vida supone un verdadero esfuerzo. Narrar es poner en perspectiva acontecimientos que parecen accidentales. Es distinguir en el propio pasado, lo esencial de lo accesorio, los puntos firmes. Contar la propia vida permite subrayar momentos más importantes, e, igualmente, minimizar otros. Se puede, en efecto, gastar más o menos tiempo en contar un acontecimiento que en vivirlo. Para contar, es necesario escoger lo que se quiere resaltar, y lo que se quiere poner entre paréntesis. El relato crea una inteligibilidad, da sentido a lo que se hace. Narrar es poner orden en el desorden. Contar la propia vida es un acontecimiento de la vida, es la vida misma, que se cuenta para comprenderse.

Narrar no es fabular. Contar los acontecimientos que se han sucedido en la vida permite unificar la dispersión de nuestros encuentros, la multiplicidad disparatada de los acontecimientos que hemos vivido. Podríamos decir en el fondo, que relatar la vida, le da un sentido.

Los acompañantes de los moribundos, si han conseguido entablar la relación basada en una buena dosis de autenticidad y sencillez, reconocen con mucha frecuencia cuán importante y enriquecedor ha sido para ellos acompañarlos.

Los moribundos suelen dar algo muy importante: la capacidad de aceptar la muerte y de dejarse cuidar en medio del sentimiento de impotencia, dando mucha importancia al significado de la presencia y de la escucha del mundo interior, así como la servicialidad para satisfacer todas las necesidades.

El cuidador desearía más bien tener algo que dar, algo con lo que evitar lo que se presenta como inevitable. Y el sentimiento de impotencia le embarga con frecuencia. Pues bien, podríamos decir que cuando un cuidador o un acompañante toca su propia sensación de impotencia es cuando está más cerca de quien sufre. Mientras nos negamos a aceptar nuestros límites, mientras no asumimos nuestra parte de impotencia, no podemos estar realmente cerca de quienes van a morir.

Quizás por eso, junto al que se encuentra al final de la vida, podemos aprender a desaprender las tendencias a querer dar siempre (razones, palabras, cuidados…), y comprender la importancia de dejarse querer y cuidar, la importancia y elocuencia del silencio y de la escucha.

Aprender junto al que vive su última etapa y muere su biografía, supone ejercer el arte de decir adiós. Hay personas que no saben despedirse, que niegan las despedidas, que las posponen o que las viven solo como experiencia negativa, con reacciones poco constructivas.

Aprender a despedirse significa ser capaces de verbalizar con quien se va, el significado de la relación (a veces con la necesaria solicitud de perdón por las ofensas), y asegurar a quien se va que seguirá vivo en el corazón del que queda. Expresar los sentimientos, aprender a nombrarlos abiertamente constituye no sólo una posibilidad de drenar emocionalmente y liberarse de buena parte del sufrimiento producido por la separación, sino también dar densidad y significado a la separación, escribir el último capítulo del libro de la vida de una persona y levantar acta de la propia muerte.

Esta ética del cuidado y de la relación al final de la vida contribuirá a humanizar la bioética más circulante en torno especialmente a la autonomía del ser humano.

7. Algunos “síndromes” en el morir

Desde una perspectiva de la ética del cuidado, así como desde la perspectiva social, es particularmente relevante conocer algunos síndromes o situaciones que tienen lugar en el proceso de morir y que reclaman un cuidado moral adecuado.

Nos referimos a la claudicación familiar, al síndrome del hijo de Bilbao, al duelo anticipatorio, al síndrome de Diógenes, al síndrome de Lázaro, a la codependenia, y al burn-out, entre otros.

Entendemos por claudicación familiar la incapacidad de los miembros de la familia para ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples demandas y necesidades del paciente. Se produce cuando todos los miembros del grupo familiar claudican a la vez y es consecuencia de una reacción emocional aguda de los familiares a cargo del enfermo, y en especial del cuidador. Esta situación reclama la responsabilidad ética de la comunidad de salir al paso de la vulnerabilidad del paciente y de la familia.

El síndrome del hijo de Bilbao es la reacción emocional y comportamental de un familiar (habitualmente hijo/a) que vive en otra ciudad y que acude al final de la vida, que no suele participar de los cuidados del ser querido y que, a la vista del familiar moribundo reacciona con dificultad en la aceptación de la muerte, con exigencias y órdenes para resolver a su manera “lo que otros no han podido”, culpabilizando a los cuidadores y al equipo de la situación. Esta situación reclama la responsabilidad de los cuidadores –profesionales o no- de comprender la dinámica para evitar la moralización y salir al paso de las necesidades de todos los miembros de la familia.

El duelo anticipatorio consiste en el dolor que experimentan familiares y cuidadores antes de que se produzca el fallecimiento. Bien elaborado contribuye a un duelo saludable tras la muerte de la persona. Esta situación reclama la responsabilidad ética de acompañar competentemente a la persona que “se duele” próxima la pérdida del ser querido.

El síndrome de Lázaro se produce cuando la unidad familiar (o un miembro de ella) ya estaban emocionalmente preparados –e incluso organizados- para vivir sin el ser querido que se ve que empeora y se aproxima a la muerte y, sin esperarlo, se produce una mejoría del moribundo, produciéndose desajustes emocionales y sociales en la familia. Esta situación reclama asimismo la responsabilidad ética de los profesionales y cuidadores de acompañar emocionalmente a los afectados.

El síndrome de la codependencia consiste en el riesgo de un cuidador de depender de la persona dependiente a la que cuida. Se manifiesta en indicadores como creerse indispensable, incapacidad para delegar, no fiarse de otros cuidadores, no tolerar los límites propios y ajenos, no aceptar a otros cuidadores, poner todo el sentido de la vida en el cuidado, etc. Esta situación reclama la responsabilidad ética de los profesionales de ayudar a los cuidadores a riesgo, señalando un sano equilibrio entre cuidado y autocuidado, así como el reclamo de la libertad en contraposición de la dependencia.

El síndrome del burn-out es el síndrome de agotamiento, de despersonalización (hacia la persona cuidada) de reducida realización personal, que puede aparecer en personas que trabajan en contacto con personas. Esta situación reclama igualmente la responsabilidad ética del autocuidado de los profesionales y cuidadores de los seres queridos al final de la vida, así como el cultivo de las motivaciones intrínsecas que puedan prevenir llegar a tal situación.[10]

Una particular atención a este tipo de aspectos psicológicos y éticos la manifiesta la filosofía de los cuidados paliativos.

En efecto, los cuidados paliativos, cada vez más extendidos, constituyen esa “dimensión femenina” de la medicina que ha hecho la paz con la muerte y que se dispone a cuidar siempre, aunque curar no se pueda. La particular atención a la familia (y no sólo al enfermo), la “blandura” (humanización) de las normas de las instituciones que desarrollan tales programas, la atención delicada al control de síntomas, al soporte emocional y espiritual y el reconocimiento del peso específico de la relación y de la responsabilidad del individuo en su propia vida, dibujan un nuevo panorama menos paternalista de la medicina y más en sintonía con la integración de nuestra condición de seres mortales.

Asistimos hoy al reto de promover la medicina paliativa, así como al de promover una creciente y responsable participación de los profesionales de la salud en la reflexión sobre la cultura paliativa en la sociedad en general. De este modo contribuiríamos, sin lugar a dudas, a humanizar el morir.

8. Tras las huellas de San Camilo

Reflexionar sobre humanizar el morir y buscar modelos en el marco de la fe cristiana nos llevaría a lugares interesantes, como lo hizo, por ejemplo Walter Nigg, en su libro “La morte dei Giusti, dalla paura alla speranza”[11] (la muerte de los justos, del miedo a la esperanza), explorando el modo como han muerto diferentes personas que podrían ser referentes para nosotros, santos entre otros. No hay un modelo único proponible de muerte digna y admirable, según el autor. Será quizás la muerte apropiada, la muerte en sintonía con la vida y los valores profesados, aquella que más merezca el calificativo de digna.

Sin embargo, en nuestra historia, hemos tenido referentes que quizás son poco conocidos, pero pueden ilustrar algunas conductas al pensar y atender a las personas al final de sus vidas. Camilo de Lellis, fundador de la Orden de los religiosos camilos, conocidos en algunos momentos de la historia (y aún en ciertos países), como “los padres de la buena muerte”, puede marcarnos un sendero.

San Camilo, patrono de los enfermos, hospitales y enfermeros,  exhortaba a sus compañeros a poner “más corazón en las manos”. Eran tiempos (el siglo XVI) en que en los ambientes en que él se movía, los enfermos al final de sus vidas, si no era en sus casas, eran atendidos en condiciones que hoy son inimaginables en el primer mundo, pero que se mantienen o están peor aún en la mayor parte de la tierra. La frase de Camilo (“más corazón en las manos”) constituía y constituye un reclamo a seguir la sabiduría del corazón y humanizar el morir. Algo que todos deseamos al final de la vida de nuestros seres queridos y de la nuestra.

De este hombre, Pronzato ha escrito, por ejemplo: “ante sus ojos, en la penumbra, se presentan las escenas más alucinantes. Gente que mastica paja. Un hombre que se deja morir teniendo como almohada el cadáver de su propio hijo. Camilo tiene la impresión de que el pecho le va a estallar. Es la amenaza, según la expresiva frase del primer biógrafo, de un “rompimiento de corazón”.”[12] “Se pasaba casi toda la noche en coser jergones y en llenarlos de paja, para que los pobres no tuviesen que dormir en el suelo. Y también de noche cocinaba chucherías para despertar el apetito de los enfermos más inapetentes. Frecuentemente se le veía llorar. Aparecía más triste y angustiado de lo ordinario. Debería estar habituado a aquellos espectáculos horrendos. Pero no consigue acostumbrarse a ellos”.[13] Efectivamente, hombre de sabiduría del corazón, humanizador del final de la vida. Trazó un itinerario que bien podría iluminar una buena ética para el final de la vida, no sólo con esas actitudes suyas, sino evocándonos también a cuantos mueren aún en esas o similares circunstancias.

En la tradición bíblica, así como en la poesía griega, el corazón es el que regula las acciones. En él se asienta la vida psíquica de la persona, así como la vida afectiva, y a él se le atribuye la alegría, la tristeza, el valor, el desánimo, la emoción, el odio; es el asiento de la vida intelectual, es decir, es inteligente, dispone de ideas, puede ser necio y perezoso, ciego y obcecado; y es también el centro de la vida moral, del discernimiento de lo bueno y lo malo.

En efecto, en hebreo, el corazón es concebido mucho más que como la sede de los afectos. Contiene también los recuerdos y los pensamientos, los proyectos y las decisiones. Se puede tener anchura de corazón (visión amplia, inteligente) o también corazón endurecido y poco atento a las necesidades de los demás. En el corazón, la persona dialoga consigo misma y asume sus responsabilidades. El corazón es, en el fondo, la fuente de la personalidad consciente, inteligente y libre, la sede de sus elecciones decisivas, de la ley no escrita; con él se comprende, se proyecta.

Parecería que es “poco profesional” ser afectuoso o seguir el dictado del corazón. Sin embargo, no falta quien, en el campo de la medicina, por ejemplo, como Albert Yovell, están reclamando la complementariedad de la medicina basada en la evidencia con la medicina basada en la afectividad,[14] así como no nos ha faltado quien, como Laín Entralgo, nos haya presentado un modelo de interacción que no dudaba en calificar de amistad, la amistad médica.[15]

Poner más corazón en las manos, como quería San Camilo significa, en el fondo, que allí donde haya una persona que sufre, haya otra que se preocupe de él con todo el corazón, con toda la mente y con todo su ser. El deseo de Camilo expresado tantas veces por los que intentamos seguir su ejemplo, de poner “más corazón en las manos” podría ser lema para la humanidad.

Pero no un corazón endurecido, tembloroso, engreído, airado, desmayado, desanimado, desfallecido, torcido, perverso, seco, terco, negligente, amargado, triste, envidioso… como también es descrito el corazón, si recorremos la Sagrada Escritura, llegando a hablar incluso de la capacidad de vivir “con el corazón muerto en el pecho y como una piedra”.

Se trata, pues, de promover una cultura en la que en las manos y en la mente de los hombres y de las mujeres que cuidan al final de la vida, haya un corazón apasionado, capaz de discernir el bien, genuinamente recto, un corazón dilatado por la creatividad de la caridad, un corazón reflexivo y meditativo, capaz de guardar en él la intimidad ajena y custodiarla con respeto, un corazón que haga sentir su latido y su estremecimiento ante el sufrimiento ajeno, un corazón inteligente donde se discierne la voluntad de Dios, un corazón herido también a la vez que sanador, firme y vigilante, en el que se fraguan los mejores planes y donde se cultiva la mansedumbre, un corazón inteligente y tierno, como lo sería el de una madre que tuviera que cuidar a su único hijo enfermo, como también decía San Camilo.

Quizás sea esta –mucho más que otras- la bioética al final de la vida de la que estamos realmente necesitados.

[1] BERMEJO J.C., BELDA R.Mª, Bioética y acción social, Sal Terrae, Santander 2006, p. 36.

[2] ILLICH I., Nemesi medica. L’espropriazione della salute, Arnoldo Mondadori Editore, Milano 1997.

[3] KÜNG H., WALTER J., Morir con dignidad. Un alegato a favor de la responsabilidad, Trotta, Madrid 1997.

[4] Ver, por ejemplo, el texto conocido como “testamento vital” de la Comisión Episcopal de Pastoral de la Conferencia Episcopal Española.

[5] ALVAREZ J.C., Limitación del esfuerzo terapéutico, en: ELIZARI F.J., (dir.), “10 palabras clave al final de la vida”, Verbo Divino, Estella 2007, pp.245-302.

[6] Ibidem., p. 271.

[7] TOLSTOI L., La muerte de Ivan Ilich, Salvat, Estella 1970, p.62

[8] MALHERBE J.F., Hacia una ética de la Medicina, San Pablo, Santafé de Bogotá 1993, p. 73

[9] BERMEJO J.C., Estoy en duelo, PPC, Madrid 20096

[10] Cfr. SANDRIN L., CALDUCH-BENAGES N., TORRALBA F., Cuidarse a sí mismo. Para ayudar sin quemarse, PPC, Madrid 2007.

[11] NIGG, W., La morte dei giusti. Dalla paura alla speranza, Roma, Città Nuova 1990

[12] PRONZATO A., Todo corazón para los enfermos. Camilo de Lellis, Sal Terrae, Santander 2000, p. 178.

[13] Ibidem., p. 182.

[14] JOVELL A., Medicina basada en la afectividad, Med Clin (Barc), 1999;113:173-175.

[15] LAÍN ENTRALGO P., La relación médico-enfermo, Alianza, Madrid 1983.

 

 

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